Era enero de 1965. Latinoamérica aún sufría las convulsiones de las disputas por el poder que comenzaron desde los procesos de independencia en nuestros países, y que al parecer todavía no se detienen. En Estados Unidos la lucha de la comunidad negra se hacía cada vez más fuerte y estaba a punto de obtener algo tan significativo como el voto, lo que a partir de ese momento cambiaría el pensamiento de los sectores oprimidos. A tambor batiente se acercaba el nuevo milenio y a tambor batiente se sentía el futuro; por lo que anhelábamos que la igualdad entre los hombres llegaría ya sea tarde o temprano (aunque todavía seguimos esperando).

En ese enero de 1965, en una carretera de México, Gabriel García Márquez manejaba junto a su esposa Mercedes recordando su infancia en Colombia, y todas las veces en que su abuela le contó historias sobre seres y lugares maravillosos que para ella eran cosas reales. Así llegaron a la mente de Gabo las primeras líneas de aquella novela que se convertiría en un estandarte latinoamericano en el mundo y la explicación poética de nuestra soledad humana: 

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…

Ese día García Márquez reunió todos sus ahorros y se los entregó a su esposa para que se hiciera cargo de sus hijos, de la casa y de las deudas, ya que durante año y medio se encerraría en una habitación de la cual no salió hasta que el manuscrito estuvo listo.

Los biógrafos del escritor relatan que, para enviar el texto al editor, Gabriel y Mercedes tuvieron que vender las últimas pertenencias que les quedaban, incluso una estufa y una secadora. Dos años después, en mayo del 67, Cien años de soledad saldría a la luz y se convertiría en una de las novelas más exitosas en la historia de la literatura.