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México es complicado. Aquí todos sueñan durante el día y por las noches padecen insomnio. Aquí se trabaja mucho pero se gana poco. No se le teme a la muerte, aunque todo el tiempo celebramos la vida. El nuestro es un país que vive de la esperanza, de la fe, del “ya merito”. Siempre decimos que nada va a cambiar, pero en todo momento trabajamos para que suceda. Los mexicanos somos tercos pero solidarios, somos explosivos aunque llevamos mucho tiempo callados. Amamos algo que ante el mundo pocas veces nos ha hecho felices, que nos ha dado más decepciones que orgullo, que lo único que ofrece es esperanza. Aquí el futbol puede serlo todo por lo menos durante 90 minutos.

Cada cuatro años el país se ilusiona. Es capaz de perdonar los errores del pasado y olvidar los del presente. Olvida la crisis, la inseguridad, la corrupción, la pobreza. Olvida todo menos la forma de expresar su amor al futbol. Los niños se pintan las caras y los grandes portan playeras verdes. Y no importa si el uniforme es original o comprado en un tianguis. No importa si es el modelo nuevo o del mundial pasado. Lo importante es el color, la piel que nos identifica como mexicanos, hijos de la misma madre.

Muchos dicen que México nunca logrará nada importante en el futbol. Que está destinado a perder y que es tonto darle tanta atención a un deporte de patadas. Ellos nunca se han sentado en un estadio, o frente a una pantalla, junto a la gente que quieres o junto a completos desconocidos, quienes comparten tus mismas ganas de celebrar, tu mismo miedo o tu misma tristeza. No han hecho comunión al gritar un gol.

En México necesitamos creer porque nadie más lo hará por nosotros. Necesitamos festejar porque a veces la realidad se torna difícil. Y aunque no somos el país más talentoso ni el más ganador, sí somos el que más cree, y eso ya es destacable en los tiempos actuales. Aquí somos complicados porque nos hace felices algo tan sencillo como el futbol.

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