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El aroma de la lluvia tras días intensos de calor, apacigua a los espíritus meditabundos que recorren las calles buscando un poco de pan y agua para garantizarse instantes de sobrevida, seres irredentos a quienes los poetas han dedicado tratados de melancolía y esperanza, como los descritos por Roberto Fernández Retamar en su magna obra “Felices los normales”, en la que evoca a lo más “impuro” de la humanidad, pero en el sentido creador y disruptivo del término, no como una categoría moralizante entre sotanas, sino como el reconocimiento a aquellos quienes “hacen los mundos y los sueños”, después de haber garantizado “su sitio en el infierno”, al que han de acudir condenados por la “pureza” de la hipocresía y el “deber ser”.

Los rostros descritos con anterioridad, acentúan el cansancio y la agonía por lo incierto de los días de ignominia que vivimos, las campañas y los candidatos se declaran vencedores en el ring mediático de lo absurdo, mientras afuera, en el mundo verdadero donde habitamos los despreciados por las estadísticas y los análisis a modo, justo acá donde el día a día es más que una efeméride en el calendario por el esfuerzo y el pesar, el eco de la grandilocuencia se diluye entre las manos de quienes pretenden gobernarnos, y es que a pesar de las promesas, nosotros, los otros, los que hacemos el mundo y los sueños, somos también los arrojados al castigo que pretenden eterno junto a la soledad y la desesperanza.

Así como la lluvia reconforta a los espíritus tras los días de profundo ardor, el despertar de la conciencia se engendra en la cotidiana agonía en donde la sinrazón se extiende por sobre todas las cosas, los rituales consagrados y emulados desde los cenáculos del halago y el poder, se desvirtúan frente a las elementales necesidades humanas; pan, tierra, trabajo, salud, libertad, justicia, autonomía, educación, dignidad y otras más. La danza de la infamia se mofa de la espiritualidad de los pueblos, no únicamente de lo inmaterial de su identidad, sino ante todo, de la materialidad concreta de su existencia; pobreza, explotación, marginación, segregación, violencia sistémica y más, no son palabras para ufanarse, son condiciones de vida compartidas por millones de seres humanos, trabajadores y trabajadoras, que hacemos la riqueza y construimos los valores de nuestras sociedades, pero somos despojados y degradados a la sobrevida.

Los días de pandemia se han llevado mucho; seres queridos, recuerdos y costumbres. Mas han dejado intacto el pesar agonizante de la existencia en un mundo donde se valora más una mercancía novedosa que la vida de cualquier persona, lo trágico de esta era se encuentra en la desvalorización humana y sus manifestaciones de desprecio y avaricia, las formas monopólicas del sistema capitalista han terminado de reconfigurar el escenario global, la vacunas son ya otra prebenda, la precariedad avanza acrecentando la pobreza y lo ufano de los discursos en nada ayuda, solo sirve de bruma en medio de la borrasca. Quienes andamos y edificamos las sociedades en el mundo sabemos bien que son nuestras “las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan/y nos construyen”, como advirtiera Retamar en su poema. Ahora, en estas tardes de lluvia, vale la pena cuestionarnos todo para erigir todo de nuevo.

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