Memorias
El poder de la pluma
Había olvidado la fecha. Encendí el cigarrillo y con ello vino a la mente, 8 de abril. Me dirigí al puesto de periódicos para asegurarme. Tenía razón. Estaba ahí, el número ocho marcado con tinta negra. Me quedé observando, esperando. El aire me despeinó. Me acomodé el cabello y el mechón rosa que pinté hace ya unos años se apareció cayendo sobre mi pecho, como si me estuviera tratando de recordar el pasado, de hacerme regresar en el tiempo.
-La verdad es que no me gusta el cabello pintado de colores excéntricos -se apareció tu recuerdo caminando a mi lado, como cada abril-, lo prefiero largo y negro, justo como tú lo tienes.
Le di una calada a mi cigarrillo y sonreí. Sigo recordando tu voz como si la hubiera escuchado la noche anterior. Me pregunto cuándo la olvidaré, pero no tengo respuesta. Cuando se trata de ti, nunca la tengo. Nunca la he tenido y, estoy segura, nunca la tendré.
Caminé un poco más rápido, tratando de huir de tu recuerdo. Pero no pude. Tu voz inundó de nuevo todo lo que tenía, como siempre. Treinta.
-Hay un canción que me gusta, supongo que porque me recuerda a ti. How I wish, how I wish you were here/ We’re just two lost souls/ Swimming in a fish bowl Year after year/ Running over the same old ground -empezaste a cantar mientras todos te miraban. Pero eso fue otro día. Fue otro diciembre. En otro año. En otra hora. En otro todo que ya no es nuestro.
-A veces me gusta imaginar cómo sería mi vida si no hubieras aparecido en ella -te respondí mientras te miraba a los ojos-, pero, estoy segura, sería mucho mejor.
Me diste la mano y entrelazaste tus dedos con los míos. Justo como solías hacerlo cuando decía algo con lo que no estabas de acuerdo.
-La mía sería peor, también estoy seguro –respondiste.
Perdida entre momentos y voces que no le pertenecían a mi presente me senté frente al lugar donde estuvimos. Había encendido el segundo cigarrillo. Veía fijamente hacia la mesa donde un día treinta estuvimos sentados. Y ahí estábamos tú y yo, más jóvenes, en un diciembre que ya no es el nuestro. Tu recuerdo me devolvió la mirada pero yo la aparté. Y cerré los ojos.
-Mira en lo que nos hemos convertido, no podemos estar con nadie más, solo podemos estar tú y yo -volviste a gritar en mi mente-. Yo lloraba aquel día porque sabía que tenías razón. Y tú me abrazabas porque sabías que nunca podríamos escapar el uno del otro.
Mi cigarrillo estaba a punto de acabarse cuando alguien habló e interrumpió mi concentración. Le miré sabiendo lo que me encontraría.
-¿Tú también vienes cada treinta de diciembre? -preguntó una voz que conocía tan bien como la mía-, ¿o es pura casualidad que ambos estemos aquí?