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Me gusta pasar las manos por las páginas de los libros, dedicarles una mirada a las letras para así poder perderme en la historia que se me ofrece, me gusta sentir el aroma de lo nuevo y también de lo viejo, el aroma de los años que han hecho lo suyo en las páginas, me gusta pensar en los lugares en los que los libros han estado antes de llegar hasta mí, pero, sobre todo, me gusta hacer amigos, amigos de tinta y papel.

Y sí, tengo la suerte de decir que los he hecho, y me he aprendido de memoria sus frases favoritas, sus gestos, que he imaginado su rostro; unos de cabello negro, de cabello rubio, largo, corto, de ojos cafés, verdes, azules, chicos o grandes, todos diferentes, todos demasiado buenos para ser reales.

Cada uno de ellos se ha llevado un pedacito de mi corazón y yo me que he quedado con un pedacito del suyo, cada uno de ellos me ha ofrecido su incondicional compañía, con ellos he vivido mil y un aventuras, tantas que un día me desperté siendo un insecto y otro, presencié la fugaz historia de amor entre dos adolescentes, también, uno de mis amigos me acompañó a conocer los fantasmas de Comala y cuando salí de ahí, viajé en el tiempo en una de esas máquinas que antes se pensaban imposibles, hasta llegar a un puente, en el que, si lo cruzaba, podía entrar a una tierra de criaturas mágicas, y cuando lo hice, estaba tan mareada que vomité uno que otro conejito parisino. Luego me dirigí a Barcelona y pude conocer el lugar donde entierran aquellas historias que han sido olvidadas, aquellas historias que se han quedado sin dueño, pero que no han dejado de existir.

En los libros he conocido a la mejores personas, aquellas que se han encargado de crear lo que hoy soy, aquellas que me han dado fuerza en más de una ocasión, aquellas que me han hecho reír, pero que también me han sacado una que otra lágrima, en los libros conocí al joven mago (sí, ese de la cicatriz) que con su historia salvó mis días, lo hizo cuando nadie más pudo hacerlo, aquel que me enseñó que la amistad, la valentía y el amor hacen mi vida mejor y más bonita, ese chico que me enseñó a nunca darme por vencida.

En ellos también conocí a un muchacho de apellido Sempere, aquel del que me enamoré, ese que me quitó el sueño, que se robó mi corazón y que me mantuvo varias noches cuestionando a la vida de por qué los hombres como él no pueden ser reales o por qué no existe forma de sacarlo de ahí.

Les confieso que de vez en cuando los extraño, pero sé que están ahí, plasmados en las páginas, llenos de tinta y muy dispuestos a regresar en el momento que los necesite, justo en el momento que decida.

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