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Pareciese que comer de manera saludable es relativamente sencillo, bastaría con saber que el consumo de verduras y frutas, aunado a la actividad física, es suficiente para tener un cuerpo sano.

Sin embargo, la realidad es mucho más complicada que un eslogan publicitario; hoy al acudir al supermercado nos vemos abrumados por la cantidad de productos que se encuentran ahí: con azúcar, sin azúcar, con edulcorantes, con saborizantes, con endulzantes naturales, etc… Existen tantos productos con tergiversación publicitaria buscando un claro engaño al consumidor que genera como resultado una tremenda confusión sobre las propiedades reales de un alimento.

Los productos milagro –esos que sabemos que prometen mucho pero no generan beneficio- han evolucionado a superalimentos milagro, con cañonazos publicitarios que le prometen al consumidor promedio una forma de proteger o mejorar su salud, exagerando sus efectos beneficiosos y minimizando y/o nulificando sus efectos adversos.

Ejemplos de lo anterior existen muchos, uno de los más recientes es el aceite de coco, del que se dice que hace de todo, como adelgazar, aumentar las defensas, acelerar el metabolismo y lograr la paz mundial, algo que evidentemente no está demostrado científicamente, y se invisilibiliza el hecho de la gran cantidad de grasa saturada que posee, lo cual con un uso excesivo provocaría problemas cardiovasculares.

Otro de los engaños de la industria alimentaria es agregar un producto que se ha valorado como saludable a uno que no lo es tanto; en otras palabras, agregar quinoa a un embutido de carne roja no lo hará más saludable, sin embargo, lo quieren hacer pasar como beneficioso.

El problema radica en una falta de regulación en el etiquetado, el cual es tan confuso, que incluso para los nutriólogos da trabajo interpretarlo –de acuerdo con datos del Instituto de Salud Pública-.

Cualquier ciudadano tiene problemas para identificar si un yogurt –que aparentemente es un producto saludable- en realidad lo es, considerando que cerca del 20% de los yogurts que hay en el mercado tienen tanta azúcar como un refresco embotellado.

Estamos ante una cultura consumista que busca una manera rápida de mantener la salud, con esfuerzos mínimos, siendo el caldo de cultivo para compras compulsivas que buscan compensar los malos hábitos cotidianos, como una dieta desequilibrada y el sedentarismo, con el consumo de un solo producto.

A la vista de los resultados, es evidente que la etiqueta que obliga a detallar los nutrimentos y la composición de cada alimento no es suficiente para proteger la salud.

Es preciso, en consecuencia, dedicar más fondos a mejorar la educación de los ciudadanos en materia alimentaria, endurecer los controles y revisar la normativa sobre etiquetado y publicidad que permite que las estanterías de los supermercados se llenen de “alimentos milagro”.

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