6 de junio, una distopía electoral

Emma Isabel Alcocer: 6 de junio, una distopía electoral

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Hace unos días vivimos en México “las elecciones más grandes de la historia”, así se nos vendió a la ciudadanía esa jornada electoral y, sirva de paso, la idea de que todo lo grande es importante. Es posible, en algún punto y bajo cierto contexto, que esta afirmación implícita en el slogan que sirvió de preámbulo para dicho ejercicio ciudadano, sea un tanto cierta; sin embargo, hoy nos queda claro que también lo pequeño puede ser, no sólo importante, sino determinante. Ya se ha despejado la duda en nuestra conciencia colectiva que algo, no pequeño, sino minúsculo, puede ser capaz de transformar nuestra forma de transitar por el mundo, de convertirnos en una cifra en las estadísticas del parte médico, de secuestrar nuestra paz por tiempo indefinido y, en el caso a tratar, en asentar la seguridad de que lo pequeño, hoy por hoy, importa bastante más que lo grande.

El virus que nos habita (seamos o no portadores de él) el alma, dejó una histórica relatoría de hechos el pasado domingo 6 de junio: por un lado, abrió un nuevo sector de “no votantes”, el de los que por miedo a ser contagiados no asistieron a las urnas; esto tendrá que ser tema de profundo análisis para los agentes responsables de coordinar las siguientes elecciones, para los futuros candidatos, sus jefes de marketing y campaña, y, obviamente, para los partidos políticos que pretendan participar en las contiendas venideras. Por otro lado, el Covid-19 transformó, desde las campañas, el ambiente de fervor y pasión partidista que se vive en cada proceso electoral, y sólo nos dejó un espacio de fríos encuentros con los candidatos, recorridos impregnados de sana distancia y, el día de la elección, un osado y atemorizado acto de democracia; lejos quedaron los ambientes de fiesta cívica que se traducían en el abrazo cercano y las tertulias entre vecinos y familiares en el exterior de las casillas; el correr de niños de aquí para allá, aprovechando el cruce de ideas y opiniones que sus mayores compartían con todos los que se iban encontrando en el paso.

Algo pequeño nos arrebató, a todos sin excepción alguna, el goce del júbilo electoral, el contacto candoroso con el otro, tan necesario en todo acto de ejercicio humano. La impronta colectiva que nos dejó este primer domingo de junio, es la irremediable idea de que es bastante pecaminoso mostrar nuestra sonrisa o desagrado, de que, entre más lejos estemos, estaremos más protegidos y, por lo tanto, es correcto ser, cada día, menos entregados al “otro”. Es seguro que estas fueron las elecciones más grandes de nuestro país, pero no por su grandeza, sino por su pobreza humana, por su disminuida capacidad de permitirnos el vínculo con el otro, tan necesario y determinante incluso para terminar de decidir por quién votar unos instantes antes de entrar a las casillas; todos éstos, deberán ser factores a estudiar por los sociólogos, antropólogos y politólogos que quieran reconocer que algo está cambiando en nuestro contexto social debido a nuestro estado mental individual, y con ello, cambiar las estrategias de ejecución y difusión de los próximos comicios. Cada día será menos posible hacer política siguiendo los cánones prepandemia en una sociedad postpandemia. Los resultados de estas elecciones, las “más grandes de la historia”, se vieron totalmente influenciados por algo tan pequeño e invisible, que ni Aldous Huxley y su “Mundo Feliz” (1932) pudieron anticiparnos.

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