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He quedado prendada de la experiencia que representa estar en un juicio oral; es una suerte de todo que te hace sentir que el mundo real se detiene al cruzar el umbral de la sala de audiencia.

Llegar a un juicio, en México no es nada sencillo, uno debe tragarse horas de trámites y empapelamientos tan complejos como rimbombantes; de hecho, te toca la sensación, en el proceso, hasta de olvidar por qué estás en esa danza de burocrática faz; les ha pasado, imagino yo, que de pronto están en trayecto a recoger algo al coche o al patio y en el camino olvidan qué es, pues eso, así precisamente se siente. La parafernalia del evento es como sacada de un cuadro de Dalí o Picasso, unos metros de tela negra se convierten en un símbolo de respeto absoluto, un trozo de madera en un mazo que determina el destino de una persona, el estrado de una madera tan bonita como siniestra se trastoca en el cetro de Dios.

Los hombres y mujeres de las decisiones se llaman jueces y debo hacer un reconocimiento ejemplar de sus capacidades cuasi humanas de controlar su vejiga y aparato digestivo, ya que pueden pasar hasta cuatro o cinco horas sin demostrar urgencia de visitar el baño; aplausos de pie para estos héroes que todos los días fracturan de a poquito su salud personal en nombre de la justicia. Esto sin contar que son capaces de retener más información que los mortales promedio, leer y comprender un texto a la velocidad de un Borges o Tolstói cualquiera y parecer invictos a la seducción del fastidio; ese que es natural después de escuchar durante más de lo tolerable el santo y seña de la vida y situación de un ajeno con el que no guarda ningún vínculo afectivo; dicho de otro modo, es lo equivalente a sufrir las penas de alguien que nunca habías visto o conocido. Los jueces son motivo de un análisis profundo desde la sociología, la psicología y otras más “ías” de renombre. Los abogados para nada se quedan atrás; tienen un dominio de la jerga legal que te puede parecer, como a mí, un súper poder digno de “Marvel”; también es de asombrarse la fortaleza que poseen en las brazos, ya que son capaces de cargar su propio peso en hojas de expediente (tanto hombres como mujeres) y, por si fuera poco, pueden localizar entre todo ese apiladero de hojas, el dato exacto que la ocasión amerite en menos de lo que uno reza la plegaria más corta; son memoriosos sin esfuerzo y observadores de alto rendimiento.

Todo ese preludio de la justicia en México, llamado juicio de oralidad, es la prueba de que los humanos somos infinitos en la creación; imaginativos y geniales para organizarnos; astutos para discursar nuestras faltas y convertirlas en un civilizado encuentro de las partes opuestas; encuentro dónde se juega a saber distinguir la verdad de la mentira. Es cuanto, su Señoría.

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