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Este chef mira, no sin tristeza y preocupación de viejo remilgoso, que el uso de las mayúsculas, incluso entre quienes se supone que deben ser cultos y expertos en el manejo del idioma, va casi al garete, al gusto del quídam que las escribe; casi como se le ocurre a cada quien.

Pero las cosas no son así y no porque un pesado sujeto se pase de mamilas (usando una expresión en boga hoy) ni por afán de un cultismo exacerbado, sino simplemente porque si no hubiera normas acabaríamos hablando al buen tuntún o como nos dicte la gana.

Como todo en la vida, en el asunto de las mayúsculas hay normas –y minuciosas y bien explicadas en la Ortografía de la lengua española en vigor desde 2010 en todo el mundo hispánico-.

Aquí vamos a exponer cuáles son en resumen, tratando de hacerlo digerible: Empecemos por decir que “como ocurre en todas las lenguas que emplean en su escritura el alfabeto latino”, reza la Ortografía, “las letras en nuestro abecedario pueden adoptar dos configuraciones distintas: mayúsculas y minúsculas, distinción inexistente en otros alfabetos como el hebreo y el árabe”.

Indica que las mayúsculas, contra lo que pudiera suponerse, son de escritura más antigua que las minúsculas, que hacen su aparición hasta mediados del siglo II en la forma de cursivas (viene del verbo currere: correr), de ejecución rápida y usadas para los asuntos comunes.

Las minúsculas tienen una razón de ser: permiten la ligazón de las letras, “lo que conlleva menos esfuerzo y, por tanto, mayor rapidez y comodidad en la escritura” (Ortografía, Pág. 443).

Ya en el siglo IV, esta forma de escribir estaba plenamente asentada. La aparición de las minúsculas significó, por tanto, un salto de calidad importante.

Otro salto hacia la moderna escritura ocurre entre los siglos VIII y IX, cuando aparece la minúscula carolina, “una letra suelta, muy uniforme, redondeada y armónica que se mantuvo bastante estable hasta la aparición de la imprenta (1449), hecho que favoreció su posterior adopción como modelo tipográfico”

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