Perdidos en la Sierra de Chiapas
El poder de la pluma
Seguramente usted se ha fijado que la gran mayoría de los que tenemos vehículo invertimos buena parte de nuestro tiempo en usar, pagar, reparar, limpiar, presumir, mejorar y etcétera nuestro automóvil, ese ingenio motorizado que en una ciudad resulta indispensable.
Con frecuencia muchos de nosotros tenemos como principal tema de conversación las aventuras que corremos con, dentro o por nuestros vehículos. Yo tengo muchas.
El primer auto que tuve fue, original que me gusta ser, un Volkswagen 1979 (no estoy seguro del año), el último que según me dijeron trajo un motor alemán, porque después empezaron a ensamblarlos con máquinas fabricadas en Brasil.
Algunas aventuras con mi Volcho y mi Chata parecerían inventos míos, así que les contaré una que no es difícil de creer.
Partimos de Mérida antes del amanecer con la idea de visitar temprano en la tarde la Zona Arqueológica de Palenque, y de ahí lanzarnos a San Cristóbal, donde pernoctaríamos. De salida, en una gasolinera de la población de Palenque consulté al despachador que nos atendió, y me aseguró que la carretera que queríamos recorrer estaba muy buena y que llegaríamos a nuestro pretendido destino cuando mucho a las 8 de la noche. Fue mentira.
Muchos kilómetros, como mil según me pareció, de esa carretera estaban totalmente raspados, para hacerlos de nuevo, y el material había sido concentrado al centro de la vía, de manera que para que la panza del Volchito no se raspara con el material, avanzaba yo con las llantas de un lado sobre el cerrito central, en un ángulo como de 30 grados.
Nos alcanzó una de las noches más oscuras de mi vida, lloviznaba y parecía evidente que había caído un aguacero en toda la ruta; de donde estuvo el pavimento de la carretera salía mucho vapor, y cada 5 ó 10 metros veíamos una tarántula atravesando la vía. Aunque no lo veíamos, sabíamos que una de las orillas del camino terminaba en un abismo: claro, estábamos pasando sobre la Sierra Madre de Chiapas.
Estaba cansado, tenso y con la seguridad de que estaba perdido en una zona que no conocía. No lloré porque soy (o era) muy macho y porque estaba mi esposa ahí y ése no iba a ser un buen ejemplo.
De repente vimos una pequeña luz como a dos kilómetros. La esperanza renació en nosotros al pensar que había vida en tan lúgubre como inhóspito y montañoso lugar. Nos fuimos acercando poco a poco y cuál no sería nuestra sorpresa al ver que la luz, que las luces, eran de una vagoneta repartidora de aquellas botanas de las cuales no te puedes comer sólo una. Recuperé la bravura: “Si un tipo equis puede andar por aquí trabajando en repartir sus productos a esta hora (como a las 9), ¿por qué yo no he de llegar a donde quiero?”.
Esa noche nos conformamos con conseguir hotel en Comitán de Domínguez, a donde llegamos a eso de las once de la noche.
Condenado gasolinero…