Mamá Lulú y el “arte” de envejecer
El poder de la pluma
Mamá Lulú acaba de cumplir 87 años, así que hijos, hijas, sobrinos, nietos y demás familiares estuvieron felicitándola casi dos semanas, haciendo pequeñas reuniones que después se veían reflejadas en el WhatsApp de la familia Peraza Kumán. Tratamos de juntarnos pocos por la cuestión de la pandemia, que ocasionará que por primera vez en varias décadas no haremos nuestra fiesta de Nochebuena, a la que asisten todos sus nueve hijos e hijas, cada uno con su respectiva descendencia, que ya incluye desde luego a varios bisnietos.
Morena y chaparrita, ella es uno de mis personajes favoritos, y bien que se ha ganado ese lugar por su carácter sosegado, su buen humor, el amor materno que sabe expresar muy bien, y por los consejos que a menudo nos da con esa sabiduría que sólo dan los años. Mantiene el optimismo y a veces en su conversación se refiere, serenamente, a que algún día nos dejará. “Qué más, así lo quiere Dios, sólo él sabe cuánto más vamos a vivir”.
Única que queda de las cuatro hijas del abuelo Fernando, mamá Lulú no le rehúye a nada. Hace unos años terminó la educación primaria, y desde hace unos meses tiene celular nuevo que sus hijos e hijas le regalaron, y con el cual nos manda mensajes de voz –los dedos ya no le responden como ella quisiera-, o alguien le marca el número de alguno de aquéllos para saludarlos, aconsejarlos y bendecirlos.
Cuando murió nuestro padre hace ya muchos años, ella impulsó a todos para que sigan haciendo la reunión anual de Navidad, porque en su opinión eso le gustaría al difunto don Venancio. Y sí, mantuvimos la tradición, con piñata, intercambio de regalos, la cena y otras actividades, que realizamos después de asistir a la misa tradicional dedicada al nacimiento del Salvador.
Con 63 años de edad (me falta un mes, espero llegar), al ver a mi madre quedarse hasta las 3 ó 4 de la mañana en la “Sala de fiestas Peraza” (así le decimos ahora el patio de la casa paterna) a ver festejar a sus hijos, nietos, bisnietos y demás, me entra un poco la tristeza al darme cuenta de que todos y cada uno de nosotros tenemos que aprender, sin ayuda y sin maestro, a envejecer, a sobrellevar de la mejor manera posible el deterioro del cuerpo. Cuando nacemos lo único que tenemos seguro es que un día moriremos, pero una cosa es decirlo y otra sufrirlo.
En los últimos años tres o cuatro veces mi madre ha tomado el micrófono que nos sirve para divertirnos con el karaoke para agradecer que estemos cerca de ella, alegres y abrazándola a cada rato. “Yo quiero que ustedes sigan haciendo la fiesta aunque yo ya no esté”, nos ha dicho sin dramatismo, sin tristeza. Ya veremos, porque cuando ella se vaya la fiesta de Navidad de los Peraza Kumán ya no será lo mismo nunca.