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El 20 de mayo de 2018, Nicolás Maduro fue aparentemente electo presidente en unas elecciones cuestionadas por la oposición venezolana y una parte de la comunidad internacional.

Los resultados arrojaron que Maduro obtenía el triunfo con el 67% de los sufragios en una elección que apenas logró el 46% de participación, la más baja en el país desde hace más de 50 años.

Además, existieron denuncias de diversos delitos electorales y la oposición dura decidió no postular a ningún candidato en los comicios.

El 10 de enero pasado, Maduro rindió protesta como presidente ante el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, siendo rechazado por varios países latinoamericanos, por la OEA y por Estados Unidos, quienes además han reconocido a Juan Guaidó, presidente de la disuelta Asamblea Nacional, como “presidente encargado” del país.

En fechas recientes se han adherido al rechazo algunas naciones de la Unión Europea. Rusia, China, Irán, Bolivia y Cuba son los países que más sólidamente se han manifestado a favor de Maduro.

México ha optado por retomar la Doctrina Estrada, que no es otra cosa que la política exterior que niega el reconocimiento o desconocimiento de un gobierno como forma legítima de sostener una relación diplomática.

Así, el gobierno tiene la obligación constitucional, dispuesta en la fracción X del artículo 89, de respetar la autodeterminación de los pueblos y no intervenir en su política interna.

Esta postura ha provocado el repudio de algunos analistas, principalmente de una oposición al obradorismo que parece desesperada por una bandera a la cual aferrarse. Tanto el PRI como el PAN exigen al Ejecutivo pronunciarse en contra de Maduro y a favor de Guaidó, alegando violaciones a derechos humanos y la crisis a que se enfrentan los venezolanos.

Curiosamente es esa misma oposición la que no se ha pronunciado sobre las violaciones a derechos humanos en Colombia, Brasil, Estados Unidos y otros países con gobiernos conservadores.

Quizás entonces, más que preocupación por Venezuela, la oposición mexicana se aprovecha de una lamentable crisis para tener cierta visibilidad en la agenda pública mexicana, ante una desorganización en sus filas que parece acrecentarse día tras día.

El tema Venezuela genera cada vez más tensiones. Sí, el gobierno de Maduro es terrible y debe acabar, pero la actitud irresponsable de los Estados Unidos –que además tiene un amplísimo expediente de intromisiones y golpes de Estado patrocinados en Latinoamérica- y otros actores, incluyendo a la oposición mexicana que se queda corta en diplomacia, de promover un enfrentamiento directo entre las partes, no ayuda a resolver el conflicto.

Desde la comodidad de un escritorio, en los despachos y los cafés donde se discute sobre Venezuela, parece que todos tenemos voz y una opinión, erróneamente, que nos permite decidir sobre un pueblo libre y soberano que debe resolver su crisis con soberanía y diálogo. Nunca con intervención.

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