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La Mesa Directiva de la Cámara de Diputados apura a la Comisión de Puntos Constitucionales a fin de que emita el dictamen correspondiente a una iniciativa presentada por el PRI desde septiembre pasado. Este proyecto busca modificar el artículo 30 constitucional, que establece la manera de adquirir la nacionalidad mexicana, con el pretexto de usar un “lenguaje incluyente” y romper la brecha y discriminación de género en la Constitución.

Cuando fija las reglas de la naturalización, la Carta Magna establece que pueden acceder a ella “los extranjeros”, vocablos que parecen discriminantes para la diputada federal Ana Herrera Anzaldo, quien pretende acabar con tal situación al sustituirlos mejor con las palabras “las personas extranjeras”. Simple. Sencillo. Políticamente correcto en estas épocas de más forma que fondo. Inútil e insuficiente para acabar con la discriminación. El lenguaje es importante, pero no cuando se usa en simulaciones.

Lo cierto es que a ningún congresista -si acaso se acercan los que impulsaron la famosa Ley Taibo- le ha sido prioritario acabar con la discriminación a los naturalizados. Tampoco es un tema popular o que robe reflectores. Sin embargo y muy a pesar de que la Constitución federal otorga nacionalidad mexicana a los naturalizados y que dice no distinguir entre un mexicano y otro, la propia Ley Suprema diferencia a quienes serían más-ciudadanos (recordando la frase orweliana “todos los animales son iguales, pero hay animales más iguales que otros).

Ya sea por desinterés o desconocimiento de la ley, a ningún legislador le ha preocupado acabar con las prohibiciones tácitas o expresas que la Constitución impone a los naturalizados o con los derechos y privilegios de los que gozan los mexicanos por nacimiento. Basta con revisar la Carta Magna (y en consecuencia muchas leyes federales y locales) para percatarnos de que cuantiosas posiciones se encuentran reservadas para quienes tenemos como mérito único haber nacido mexicanos, restringiendo el ejercicio pleno de derechos a quienes adquirieron la nacionalidad con posterioridad y a voluntad.

No existe hasta la fecha sustento jurídico alguno que justifique esta distinción entre mexicanos -y que además contraviene la misma Constitución-, sino que todo suele resumirse a sentimentalismos y fervores patrioteros, que aducen premisas tristes y desacertadas como que “un extranjero nunca podrá amar a México tanto como un mexicano de verdad”, desestimando de golpe y porrazo los grandes aportes de los naturalizados al desarrollo de nuestra nación. Si se quiere abonar a la erradicación de la arbitrariedad y la desigualdad jurídica, no habría que temer reformar lo que a todas luces divide. Con el lenguaje no es suficiente.

Extra: algún temor han de tener los ayuntamientos que están rechazando la ley que permite la revocación de mandato en Yucatán. Dicen que el miedo no anda en burro. Van tres: Chicxulub Pueblo, Celestún y Panabá.

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