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Últimamente son comunes los titulares y expresiones que señalan como incorrectas ciertas conductas sociales, sobre todo aquellas que parecen desafiar y despreciar la emergencia sanitaria del Covid-19. Leemos en medios electrónicos que la gente -y en nuestro caso, los yucatecos-, no obedece las restricciones y recomendaciones que pretenden mitigar la propagación del coronavirus. De hecho, varios de esos medios han señalado estos comportamientos como los responsables directos del fracaso de las políticas públicas y las medidas tomadas por las autoridades y, por ende, responsabilizan a la población principalmente del aumento de contagios y hospitalizaciones en los centros de salud de la República.

Pero hay algo que no cuadra en esta maniquea y simplista repartición de culpas. Sí, es cierto que la ciudadanía ha relajado los cuidados y las medidas de prevención y que hay una diferencia sustancial entre lo que la población hacía hace ocho meses, al inicio de la contingencia, y lo que hace hoy a punto de finalizar 2020. Desde una primera aproximación, podemos pensar que la gente ya no le toma importancia al virus, que está esperanzada infundada e incorrectamente en una vacuna que tardará tiempo en llegar a toda la población y que además parece creer más en cadenas de WhatsApp y dióxido de cloro que en lo señalado por la ciencia y los expertos, como cuando las personas dejan que les tomen la temperatura en el brazo o el cuello -quizás pensando el sinsentido de que la pistola mata neuronas-, en lugar de exigir que le tomen la temperatura en la frente que es el lugar indicado.

Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme: ¿no existirá la posibilidad de que las medidas simplemente ya no sean las adecuadas y no correspondan con la realidad social? Las políticas públicas no son fórmulas mágicas y estandarizadas que solucionan cualquier problema, sino que para funcionar deben ser compatibles con la sociedad en que se aplican. Hace poco, un amigo me decía acertadamente que, aunque a muchos les duela, Peña Nieto tuvo razón al decir que la corrupción del mexicano era una cuestión cultural. ¿Esto significa que el mexicano es malo? No, pero significa que su estructura social y sus prácticas culturales tienen impresa la huella de la corrupción en su cotidianidad y que no basta con decir “ya se acabó la corrupción” para terminarla. Lo mismo pasa con las medidas del Covid. La celebración de fiestas, de reuniones, el consumo de alcohol (aunque se piense lo contrario) son cuestiones casi vitales en el genoma cultural del yucateco. Y no, no es una justificación ni un llamado a realizar estas conductas, pero es ingenuo pensar que la simple prohibición o el decreto van a cambiar estas prácticas. Y es más ingenuo aún que un gobierno piense que si las cosas no funcionan es porque la gente no entiende. ¿No será que quienes no comprenden la realidad son otros? Quizás es momento de pensar en nuevas medidas de la mano de expertos sociales, más que en políticas exprés y que buscan la salida fácil, pero que en realidad no solucionan nada.

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