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Hay algo preocupante entre los militantes partidistas (y tristemente abundante en las juventudes) y que parece que, mientras más cerca se encuentren las elecciones, más se agudiza y se vuelve más complejo de revertir.

Primero que nada y adelantándome a las válidas y necesarias opiniones, debo decir que yo fui uno de los tantos mexicanos que votaron por Andrés Manuel en 2018. No son pocas las columnas que he dedicado a comentar los aciertos y puntos positivos que tiene la autodenominada “4T” en sus primeros dos años al frente de México. Sin embargo, el haber votado por una persona no me invalida como crítico ni anula mi capacidad de reflexión y análisis en torno al gobierno elegido democráticamente y más aún de la figura presidencial, máxime cuando el voto se otorgó más por estrategia que por simpatía. Votar por un candidato no lo vuelve a uno culpable o cómplice automático de los errores de la autoridad. Lo que sí nos da cierto grado de complicidad es la ausencia de crítica y autocrítica para con la persona que elegimos para administrar al país. En ese sentido, AMLO parece a veces un personaje blindado por sus seguidores, quienes no reconocen en él ni el más mínimo error o desacierto.

La falta de objetividad y autocrítica no es una característica general única y exclusiva del oficialismo: entre los partidos de oposición también hay una penosa ausencia de cuestionamientos hacia el actuar de las dirigencias o los gobiernos afines a nuestros colores. Ahora es más notorio, pues se van repartiendo las candidaturas y los espacios plurinominales a personas que se salen de la ideología partidista o que antes eran acérrimos rivales de quien hoy los postula. Lo mismo ocurre con los errores o acciones cuasi dolosas de los gobiernos emanados de nuestros grupos políticos. Hay una aparente enfermedad de la que se están contagiando más personas -y no es Covid- que les hace defender a capa y espada lo que hacen sus “líderes” aunque sea incorrecto o, peor aún, que les hace callar ante la obviedad. Pongo de ejemplo a Andrés Manuel resistiéndose a usar cubrebocas después de haber tenido Covid y a sus más duros seguidores callando o incluso defendiendo su lamentable actuar, aun cuando con su apoyo hagan daño indirecto a la salud pública de millones de mexicanos por el daño que causa el mal ejemplo. Y lo mismo ocurre en el PAN, el PRI y el partido que a usted se le antoje voltear a ver.

Los partidos políticos no son malos por sí mismos. Existen para cumplir una función social e impulsar el desarrollo democrático del Estado. No obstante, ese rumbo se pierde cuando los militantes y simpatizantes ven al partido como una religión política, como un credo y dogma que hay que seguir al pie de la letra, sin objeciones y sin crítica. Mientras sus integrantes no se atrevan a cuestionar, a señalar y a disentir con lo que sus autoridades dispongan, guiados tal vez por la falsa esperanza de recibir alguna posición o beneficio por su lealtad, la política en México seguirá empobrecida y estancada. A los políticos se les revisa y se les cuestiona. Se les reconoce y se les reclama, no se les cree infalibles ni se les reza un rosario.

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