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Describir a una persona es fácil: basta con mencionar algunas características y hacer un bosquejo verbal quizá de su apariencia, quizá de su personalidad, para poder identificarla. Mencionas dos o tres momentos, una que otra frase, y quienes la conocen podrán asentir con la cabeza, recordando. Describir una vida es, en cambio, más difícil. No basta con hablar de los lugares comunes a donde vamos a parar inevitablemente al acordarnos de alguien, sino que necesitamos darles sentido a esos lugares e interpretarlos. Al fin y al cabo, la vida de un individuo no es más que la suma de todas y cada una de las personas que somos a lo largo de ella, conjugadas con las otras personas con las que nos encontramos en el camino. Es decir, nuestra vida es nuestra y de los que nos rodean. Es cambio y permanencia; es fugacidad y eternidad. Quizá por eso muchos de los grandes pensadores del mundo opinan -dejando de lado el aspecto físico y biológico- que la vida continúa mientras continúe vivo el recuerdo del otro. No hay muerte donde hay recuerdo: un olor, una comida, una mirada. Escapar del olvido a través de la memoria es alcanzar la inmortalidad.

Florencia Martínez Arceo nació el veintiuno de octubre de mil novecientos treinta y ocho. Da muestra de su fortaleza el hecho de haber sobrevivido a la niñez en una época en que las enfermedades ponían prematuramente punto final a la existencia física de muchos infantes, como la de su hermano Celso, fallecido de nueve meses. Madre de tres hijos, abuela de nueve nietos, Florencia impactó de una forma u otra -siempre profundamente- en las vidas de quienes compartieron la suya. Durante gran parte de su existencia disfrutó apasionadamente la lectura de todo tipo de géneros literarios y acumuló, junto con sus largos años de experiencia, tal y como suelen hacer las personas que llegan a cierta edad, más sabiduría que cualquiera de sus hijos o nietos con títulos y grados académicos. No sé qué religión practicaba, pues en varias ocasiones la descubrí leyendo biblias distintas, pero era una mujer de fe, a su muy particular manera. Disfrutaba sentarse a tomar el fresco en las tardes, viendo a propios y extraños pasar en la puerta de su casa. Difícilmente había un vecino que no conociera a “doña Mora” -sabrá Dios por qué le decían así- y no la saludara con respeto y reconocimiento. Intrépida, fuerte, ágil; a sus ochenta y dos años, apenas meses antes de partir, caminaba con más determinación que personas décadas más jóvenes. Usaba el bastón más para amedrentar cariñosamente a los suyos que para ayudar a sus piernas. Sumamente habilidosa para la cocina, se jubiló de la práctica culinaria hace unos años, privando a su descendencia -quizá como prematuro escarmiento de su ensalada de papa y una crema española de alta cocina. Sabía controlar a los suyos con una mirada, por lo que, aunque era buena conversadora, nunca necesitó demasiadas palabras para expresar lo que quería.

Florencia falleció el cinco de octubre de dos mil veintiuno a causa del Covid-19. La edad apenas le había hecho cosquillas, por lo que la vida, viendo que a base de soplidos no apagaría esa vela, tuvo que echar mano de un huracán. Al segundo siguiente alcanzó la inmortalidad.

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