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No existe oficio más ocioso que el de permanecer despierto en la madrugada. Perdidos en la montaña rusa del insomnio somos capaces de cualquier cosa. Extraviamos las monedas, llenamos nuestra cabeza con el inmobiliario del pensamiento, imaginamos que se nos caen los dientes e incluso nos enamoramos del silencio. Y a veces, por la geometría de las sombras o debido a un desafortunado juego de luces, pareciera como si algún fantasma hubiera invadido el cuarto de improvisto.

Se sabe que la mejor forma de deshacerse de ellos es ocultándose bajo el escudo protector de las sábanas, procurando dejar un ojo abierto para espiar desde el anonimato los sucesos paranormales más allá de la hamaca. Desde luego existen otros métodos, algunos de ellos poco ortodoxos, como el de mi abuela, que cuando escuchaba tronar las tuberías viejas o el azote solitario de una puerta, se ponía de pie para pedirle a los espíritus, de la manera más amable, que desistieran. Ella les aconseja, los escucha con paciencia mientras esparce canela en el café de olla con que dará inicio al día.

Escribir es otra forma de exorcizar, decía un Cortázar catedrático, quien trataba de explicar la fórmula de sus cuentos fantásticos a un puñado de estudiantes en Berkeley. Por otro lado, una de las páginas más bellas de La invención de Morel, aquel extraño y poderoso libro escrito por la versión más cursi de Adolfo Bioy Casares, contiene una frase que hasta la fecha resguardo en la memoria: “Tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma”.

Culpemos al café, al verano que nos invita a pasar a la canícula o a lo que usted quiera. Lo cierto es que el insomnio es el campo de batalla, libre de heridos, libre de fallecimientos. Y nosotros somos los verdaderos espíritus, las apariciones en busca de las cuentas que no cuadran, los que, borrachos del día, nos sentamos en el borde de la cama a fumar un cigarro infinito, tratando de descifrar lo que sucederá más tarde.

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