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A doce mil kilómetros de distancia, nuevamente, el mundo vivió una tragedia que pudo ser evitada. De nueva cuenta, el racismo, la intolerancia y el fácil acceso a poseer un arma llevó a un joven australiano a irrumpir en una mezquita asesinando a quienes profesaban en ese momento su fe.
Sucedió en Nueva Zelanda, pero la noticia fue global y en vivo, por Facebook. Brenton Harrison Tarrant mató a 49 seres humanos e hirió a otros 50, bajo la premisa de “salvar a su país de la invasión de los extranjeros”.

Es cierto, vivimos en un mundo intolerante, xenófobo y racista, en donde para algunos, el color de piel importa más que los valores o la educación, en donde la supremacía radica en tu lugar de origen o antecedentes genealógicos, más que la trayectoria profesional que tengas.

Surgen, nuevamente, aquellos colectivos falsarios, con ideas de un nuevo orden mundial, amparados por gobernantes que aprovechan esta coyuntura para obtener cargos de elección popular, llegando inclusive, hasta la propia Casa Blanca.

La calidad de vida es el factor motivador para que cientos de miles de familias emigren hacia otras latitudes, como los más de treinta millones de mexicanos quienes desde hace cuatro décadas viven en los Estados Unidos, como las migraciones centroamericanas que llegan a la frontera con la esperanza de obtener buenos empleos y una mejor seguridad.

Esos modelos económicos –neoliberal y capitalista– no han podido ser la panacea para la igualdad mundial, llevando al colectivo social a buscar mejores opciones, más equitativos, más justos hacia la distribución de la riqueza.

Estos migrantes llegan a una nueva región, hacia un choque cultural, tratando de encajar en un mundo diferente, con un lenguaje el cual tienen que aprender con celeridad. Llegan con las mejores intenciones de ser parte del ambiente, respetando, trabajando, creando.

No podemos estar aislados a la realidad, hay seres humanos buenos y malos, honestos y deshonestos, de todas las nacionalidades, la diferencia radica en el aprendizaje que cada uno tenga, las experiencias vividas, así como los valores que profesen.

Dentro de nuestro México persisten aún prejuicios regionales, y hay que decirlo, es erróneo. Debemos ser un Yucatán de brazos abiertos, exigentes con la preservación de una sociedad de paz, que fomente lo mejor de nosotros.

Tenemos que ser una comunidad que integre a quienes deciden compartir su vida en esta hermosa región, todos somos habitantes del mismo hogar, somos guardianes del mismo espacio físico.

Los muros y las barreras no solamente son de concreto, sino también son aquellas acciones segregadoras e intolerantes, esa división que algunos llaman yucas versus fuereños, estigmatizar una situación, agenciándosela a otras personas con base en su origen.

Se está formando un nuevo tejido social en donde no podemos permitir que entre el encono o el divisionismo; solamente ser receptivos nos permitirá mantener a un Estado sólido, fortalecido por sus propias instituciones, pero sobre todo, por su gente, por su comunidad y por sus familias.

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