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Llego a la Gran Ciudad, me recibe su cielo nublado, inmenso, abrumador. De donde vengo el cielo es diferente, es más cálido y más lejano, lo que brinda una sensación de protección y belleza, como si estuviésemos demasiado lejos del espacio y de las cosas desconocidas.

Aquí en la Gran Ciudad el cielo se siente diferente, es más pesado y siempre está gris. Además, los edificios monstruosos y las montañas descomunales dan la sensación de que topan con él, como si fuese un techo viejo que en cualquier momento se pudiera desplomar.

Sin embargo, este lugar tiene su encanto, y sus paredes viejas resguardan la memoria como en ningún otro lugar.
Aquí las historias son diferentes, más humanas... o por lo menos mejor contadas.

En esta ciudad el miedo y la felicidad se viven de manera más intensa, también el amor, que cuando llueve se desborda por las calles anchas y los cerros pavimentados.

Quizá, lo único malo es que aquí, de vez en cuando, todo se mueve, como si el mundo se fuese a acabar.
Hace poco tiempo, ustedes saben, la Gran Ciudad pasó por un episodio escalofriante, triste.

Dicen que se murió por dentro y que sus entrañas se estrujaron por culpa de la tierra, que todo se sacudió como si fuese un cuerpo enfermo que sufre convulsiones y que en pocos minutos se queda sin alma.
La verdad es que yo no vi eso, no vi una ciudad muerta y mucho menos la vi queriéndose morir, lo que sería peor porque siempre, en el deseo se lleva la penitencia.

Al contrario, me tocó observar una ciudad viva, que nunca descansa, una metrópoli que aunque por las noches se queda tan callada como si ya no fuese a despertar, por ningún motivo apaga sus luces, quizá porque le tiene miedo a la oscuridad.

Lo que sí pude observar son edificios abandonados o cimientos de lo que alguna vez fueron hogares. Sobre las avenidas se han quedado soberbias construcciones cuyos muebles pareciera que aún esperan un último uso, o por lo menos una explicación de por qué fueron abandonados.

Sobre la Calzada de Tlalpan apenas y sobreviven los multifamiliares, viejos edificios inaugurados en los años 50, los cuales quedaron fracturados. Poco a poco son derribados, porque aunque se niegan a caer nunca más estarán de pie.
Uno de ellos, el edificio 1-C, fue el que colapsó, lo vi en la tele. Debajo de sus escombros quedaron los cuerpos de niños, ancianos, adultos, gente muy querida.

Murieron sepultados cuando el cielo se cayó, se les vino abajo. Desde entonces, el silencio que dejaron los muertitos del sismo no permite dormir a los capitalinos, porque el dolor quedó repartido por toda la Gran Ciudad, se ha metido a sus hogares.

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