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La verdadera prueba a la que se enfrenta un poeta viene después de la muerte. Es solo en ese momento cuando su obra puede lograr trascendencia alguna y entonces regalarle esa misma trascendencia al poeta. De lo contrario el artista muy probablemente quedará en el olvido.

En el caso de José Carlos Becerra esta prueba fue superada gracias a la intensidad con la que vivió y con la que afrontó la poesía. El escritor tabasqueño murió a los 34 años en un accidente automovilístico en Italia. Manejaba en solitario por la carretera cuando súbitamente perdió el control de su vehículo y volcó en un barranco. Algunas memorias señalan que en el interior del coche fueron hallados varios documentos literarios de José Carlos: cartas personales, libros y poemas inéditos que después formarían parte de la conocida antología “El otoño recorre las islas”, texto editado por José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid.

La muerte y la memoria siempre fueron temas recurrentes en la poesía de Becerra. A través de sus versos fue como él de alguna manera aterrizó y afrontó el fallecimiento de su madre, quien prácticamente puede ser considerada un personaje central en su obra.

Su hermana comentó en una entrevista para Roberto Ponce, de Proceso, que el día del funeral de su madre, su papá le pidió a José Carlos que estudiara la carrera de Arquitectura, esto en honor a la mamá, a lo que el poeta contestó: “Amo a mi madre, pero yo no nací para hacer dinero, nací para escribir” (Archivo electrónico de Proceso: 26 de mayo de 1990).

A partir de ahí, la obra de Becerra Ramos se convertiría magistralmente en eso: un homenaje a la madre fallecida, a la naturaleza viva y a la nostalgia. Una especie de narración del mundo a través de la imagen y el silencio, colocándose de esta forma dentro de los poetas más destacados del siglo XX mexicano.

Una de sus piezas más recordadas se titula “Oscura palabra”, inspirada precisamente en la señora Mélida:

“Yo sé que por alguna causa que no conozco estás de viaje/ un océano más poderoso que la noche te lleva entre sus manos/ como una flor dispersa…/ Tu retrato me mira desde donde no estás,/ desde donde no te conozco ni te comprendo/ Allí donde todo es mentira dejas tus ojos para mirarme/ Deposita entonces en mí algunas de esas flores que te han dado,/ alguna de esas lágrimas que cierta noche guiaron mis ojos al amanecer,/ también en mí hay algo tuyo que no puede ver nadie/ Yo sé que por alguna causa que no conozco te has ido de viaje,/ y es como si nunca hubieras estado aquí,/ como si solo fueras -tan pronto- uno de esos cuentos,/ que alguna vieja criada me contó en la cocina de pequeño”.

Otro dato, José Carlos estudió en el Colegio Americano de Mérida, por lo que no resultaría lejano observar alguna nostalgia peninsular en sus poemas.

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