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Detengo mi marcha. Estoy agitado y se me dificulta respirar. Me siento cansado y mis pulmones se contraen una y otra vez. Voy y tomo lugar en una banca. Miro todo lo que tengo cerca y luego alzo la vista al sol. Afortunadamente no estoy enfermo. Es sólo que quizá me excedí en el ejercicio. Ya era más de un año sin poder caminar con plena libertad en el parque. Es lógico que mi cuerpo no responda como antes. Es claro que aún quedan secuelas y, ante eso, ir derrumbando poco a poco los miedos representa una de las luchas personales que cada quien tiene que afrontar.

Escuché por ahí algo que me pareció atinado. “Todos hemos vuelto a nacer y ahora estamos reaprendiendo a vivir”. Si es así, ¿alguna vez pensaron que nos tocarían dos vidas en una sola? Para muchos podría ser algo bueno, como una buena promoción del súper, algo que tenías asegurado y que era agradable, pero que después se convierte en algo mucho mejor. Eso si tienes la capacidad de renacer.

Sin embargo, habrá quienes no lo tomen así. La pandemia poco a poco les arrebató todo lo que tenían y desde entonces quedaron muertos. Nunca renacieron ni nada, sólo respiran y dan pasos a cualquier lado, y así lo harán por el resto de sus días. Y lo peor es que así quedaron muchas familias. Casas enteras que perdieron a uno o varios hijos, y que nunca volverán siquiera a ser las mismas.

Es como el caso de una familia del Estado de México, cuyos cuatro integrantes se fueron. Eran los papás, ya bastante grandes, y sus dos hijos. Todos vivían juntos.

Primero enfermó el menor, y murió. Luego su hermano, quien a pesar de los esfuerzos tampoco pudo vencer al virus ese. La partida de los papás fue ya algo esperado: ¿quién iba a poder con el dolor de ver morir a sus dos hijos en un corto tiempo? Desde entonces su casa se quedó sola y vacía, sólo tiene un moño negro que ya hace mucho que perdió el color. Los propios vecinos hicieron los rezos para el eterno descanso de esta familia, pues ¿quién quedaba? Absolutamente nadie.

Por eso les digo que nos va a costar demasiado borrarnos esas huellas. Porque están ahí, atrapadas en el cerebro. Y viven dispuestas a hacerse presentes cada que puedan, sólo es cosa de darles chance.

Mientras tanto seguiré caminando a pesar del cansancio, pues el sol es extraordinario y los árboles tienen el color más hermoso en años. O quizá no, quizá es sólo que extrañaba tanto estar afuera, y por eso ahora lo disfruto demasiado.

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