|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

Hace un par de años, mientras estudiaba y hacía lo que sea para sobrevivir, que, como dijo alguien muy sabio, es lo que hacen los que estudian literatura, una amiga con quien solía intercambiar lecturas me recomendó que leyera Bonsái, una novela de un joven escritor chileno que parecía más un poemario pero que estaba escrita en prosa y que a su vez daba la sensación de ser un cuento.

En aquel entonces acababa de mudarme y en casa no tenía televisión (sigo sin tenerla) ni computadora (muestra de ello: escribí esto a mano) y la única forma de tener contacto con el mundo exterior, la única forma de poder salir de la tierra (parafraseando mal el título de ese gran libro de Alejandra Costamagna) era leyendo. Leer entonces era un acto de entretenimiento, leer era mi manera de ver televisión, de no tener internet.

Así fue como decidí enclaustrarme en la habitación de aquella casa oscura, con el ejemplar de Bonsái, la primera novela de Alejandro Zambra, en la que Julio, el personaje principal, se dedica a transcribir, a pasar en limpio, los libros de Gazmuri, un autor chileno que regresa a Santiago después de un largo exilio.

Yo había pronosticado estar por lo menos dos semanas ininterrumpidas en el búnker. No salir hasta terminar por completo el texto. Sin embargo, para mi sorpresa, la novela tenía apenas poco más de 70 páginas. Entonces lo que tuve que hacer fue leer y releer y releer hasta aprendérmela de memoria. Tiempo después, al igual que Julio y Emilia, me senté todas las noches a intentar terminar por lo menos uno de los tomos de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Y al igual que aquellos héroes fracasé. Pero descubrí algo más importante, que el amor era eso: un fracaso. Lo que sucede cuando dejas a la mitad una lectura.

Después las historias llegaron solas. Conseguí La vida privada de los árboles, una especie de spin off de Bonsái, en la que el mismo Julio le cuenta historias a una pequeña mientras esperan a que su madre regrese.

Después las historias llegaron solas. Encontré en la biblioteca de mi padre un ejemplar de Formas de volver a casa, una novela a la que he abrazado los últimos 5 años y a la que regreso siempre para tratar de entender, para darme ánimos, para aprender a escribir.

Vuelvo a la paráfrasis como quien vuelve a casa, porque es lo único que nos queda a los lectores después de enfrentarnos a una gran obra literaria: parafrasear. Parafrasear con alegría, con gusto, sin pudor. Parafrasear a nuestros grandes ídolos y traigo a colación una columna incluida en el libro No leer, sobre la escritora italiana Natalia Ginzburg (y con esto cierro esta bochornosa exhibición de mis sentimientos). Me gusta pensar que en el futuro, cuando alguien me pregunte que ha sido de mi vida en los últimos años, responderé con alegría que he estado leyendo a Alejandro Zambra.

Lo más leído

skeleton





skeleton