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Leer a David Foster Wallace me pone triste, lo confieso. Es casi una tarea imposible acabar sus libros de ensayos, no tanto por lo complicado de sus planteamientos (que no lo son) sino porque, al final de cada título, uno sabe que ya no habrá más, que se terminó todo un 12 de septiembre del año 2008, en aquella casa solitaria de Illinois, con una cuerda bien anudada. Algo muy divertido que nunca volveré a hacer es como nombró el autor de La broma infinita a su último libro de miscelánea, y que más que un encabezado de portada suena a una despedida, podríamos pensar, del oficio de escribir.

A mediados del siglo XX el escritor italiano Dino Buzatti, quien dedicó gran parte de su labor literaria a la creación de textos breves, publicó uno de sus mejores relatos titulado “Una muchacha que cae”, en el que en apenas una veintena de líneas describe los últimos momentos de una mujer que decide, sin más argumentos, tirarse desde la azotea de un edificio. Para la sorpresa de la protagonista, al mismo tiempo otras mujeres caen junto con ella hacia el inevitable destino del asfalto. Es un momento de júbilo, de euforia, un desfile suicida. Y es durante esa dilatación de los segundos en la que llega la reflexión.

Textos como las cartas de despedida del eterno joven escritor Andrés Caicedo, despojadas de toda conciencia del esteticismo y del orden de las ideas, se han vuelto emblemáticas no tanto por su aporte literario, sino como efecto romántico de las editoriales. En ellas el colombiano le escribe a su madre pidiéndole una disculpa por las ausencias, mientras la pone al tanto de sus logros en la literatura, de sus amigos, de su vida íntima. Se nota, al igual que una presencia oscura, que la figura de la muerte ha tomado el control de su escritura. Vertiginosa, detectivesca, la persecución que se vive en cada una de sus palabras concluye con “ahora mi razón está extraviada, y lo que hago es solamente para parar el sufrimiento. Mamá trata de entender mi muerte”.

Me quedo con las páginas de Veneno de Escorpión Azul del poeta chileno Gonzalo Millán; con los cuentos perfectos de Ernest Hemingway y las historias tristes de Fernando Paredes. Me quedo con los poemas de Pavese, los relatos de Tanizaki y del imprescindible Yukio Mishima. Me quedo con la gran obra de Reinaldo Arenas y los versos inesperados de Mario Santiago Papasquiaro (suicida también, a su manera). Me quedo con su legado a pesar de que ellos no pudieron quedarse más tiempo.

Vuelvo a la obra de ciertos escritores como si se tratara de una escena del crimen, dijo alguien a propósito de los artistas suicidas.

Leyendo los diarios de Alejandra de Pizarnik uno entiende por qué la soledad debería tener alas, y mientras más avanza el ir y venir de las páginas honestas de su prosa, dan ganas de decirle: no te vayas, que quiero seguir leyendo esta historia toda la vida.

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