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Todo este libro es inquietante, empezando por el título, que con tres sencillas y, acaso, circulares palabras, nos somete a una laberíntica paradoja (mínimas minificciones mínimas) de la que somos presas como si de una aliteración salvaje se tratara. Ya lo anuncia el tono, la plasticidad y sobre todo la fauna semántica que enjaula a este espécimen del lenguaje. Con el paso de los libros, Agustín Monsreal nos ha domesticado en cada uno de sus entrañables títulos, basta recordar nombres misteriosos como “Cuentos para no dormir esta noche”, el título a manera de verso “Pájaros de la misma sombra”, el metafórico “Los hermanos menores de los pigmeos” y un título a mano cambiada “La banda enana de los hermanos calvos”. Si la literatura es un deporte, los microrrelatos, minificciones, microcuentos, textículos, artefactos, o como guste usted nombrarlos, pertenecen a un juego de ajedrez, donde cada palabra cuenta, cada coma trata siempre de anticiparse al movimiento del lector. De ahí la importancia de los títulos, que deben ser, como bien señala Oscar de la Borbolla, a manera de epitafios. La brevedad tiene algo que hipnotiza, algo que educa a nuestros ojos, a nuestra forma de contemplar el mundo. También resguarda una suerte de profeta, ya nos decía Elizondo, en la historia según Pao Cheng, que uno puede vislumbrar los misterios del universo desde el pequeño caparazón de una tortuga.

Ahí, detenido en la antesala, Monsreal afirma con total honestidad que uno no solamente escribe minificciones, uno también padece minificciones, uno se vuelve adicto a ellas, y necesita cada vez subir más las dosis, deambular por las calles, volverse loco en el trabajo, renunciar al amor, a los amigos y echarse una, dos, decenas, miles. El autor nos enseña que no hay límites para las adicciones literarias, porque cuando parece que se ha llegado al abismo, y entramos a las fauces del vacío, hay que seguir, dar ese paso igual al loco de Erasmo -diría Cortázar- y cuando sentimos que se han estirado todas y cada una de las palabras y la ortografía, y la sintaxis, y el lenguaje mismo parece que se ha agotado en un cardiaco y arrítmico silencio, pues lo inventamos. Inventamos nuevas formas de contar, como el mismo autor haría, hasta que se nos termine el aliento o nos derrote el cansancio. Dicho en otras palabras, leer este libro es presenciar 351 nacimientos. Con un pulso de cirujano, Agustín Monsreal hace pequeñas pero profundas incisiones, que, acaso, nunca terminan de cicatrizar. El trabajo riguroso y estricto del lenguaje siempre está acompañado de una peculiar labor imaginativa.

Reitero mi afirmación inicial, este libro es inquietante, concluyendo con la esperada vuelta de tuerca en la última hoja. Después de todo, la literatura, la buena literatura, no acaba nunca; la buena literatura es una mandrágora que echa raíces. No es casualidad que la forma de un punto se parezca tanto a una semilla.

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