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Estamos acostumbrados a pensar que la vida tiene un orden y éste necesita llevarse a cabo tal y como debería ser, porque de lo contrario podríamos dar paso a inquietudes ansiosas e incontrolables, pues las cosas no salen como quisiéramos o como socialmente se espera que sucedan.

Y justamente en ese orden podemos generalizar eventos humanos como nuestro proceder por esta vida. Nacer, crecer, estudiar, ser profesionistas, casarnos, tener hijos, envejecer y esperar un desenlace que sea digno de nosotros, y de todo cuanto hicimos en los años que nos precedieron. Por supuesto, es un orden ideal. Pero sabemos que no todas las vidas llevan los mismos caminos y muchas veces hay hechos que modifican nuestras rutas, o simplemente hay circunstancias que cambian nuestros roles. Lo cierto es que nadie controla nada.

En “Mis padres y mis hijos”, cuento que forma parte del libro Siete casas vacías (2015), de la autora argentina Samanta Schweblin, estamos frente a una historia exquisitamente narrada que muestra cómo “las vueltas de la vida” pueden resultar en una lección de paciencia, ternura y amor.

Dentro de la historia, un matrimonio deshecho se encuentra en medio de una visita de cortesía, de esas que bien pudieran ser órdenes de algún juez. Javier y Marga fueron esposos y juntos tienen a Simón y Lisa, sus hijos. Por otro lado, están los padres de Javier y Charly, la nueva pareja de Marga.

Javier y Marga esperan que Charly llegue con los niños a la casa, mientras la incomodidad crece porque los abuelos, quienes han perdido la consciencia y lucidez en tiempo temprano, se desnudaron en el patio para jugar y corretearse con la manguera. Ahora sabemos que Javier era responsable de ellos; algo que no pidió, pero hacía con amor.

Llegan los niños y Marga intenta distraerlos para que no presencien tal escena, pero poco puede hacer porque de un momento a otro ya no los tiene a la vista. La desesperación crece cuando resulta imposible localizar a los abuelos y nietos. Insultos, reproches, llanto y dos policías después, aparecen los cuatro; empapados, desnudos y riendo inocentes.
Parecían una preciosa postal, aun cuando las horas anteriores fueron de angustia indescriptible. Una imagen que solamente puede ser apreciada por aquellos que han cargado con responsabilidades prontas, con esos desórdenes bellos de la vida donde cuidas a quienes te cuidaron, en su etapa más adulta, frágil e infantil. ¿Así se ama incondicionalmente? Espero que sí.

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