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Al hablar de verdades, siempre apostaremos por la propia. Porque estamos acostumbrados a mirar el mundo a través de una subjetividad que nadie puede juzgar; y éste es nuestro camino seguro. Así como caras vemos y verdades no sabemos, pudiera resultar un buen ejercicio el saberse tal cual se es. Tan amable, tan duro, tan crítico, tan molesto, tan adorable o tan crudo, tan como sea nuestra naturaleza personal.

¿Podríamos decir que sabemos exactamente quiénes somos y que aceptamos nuestra particular condición? Quizá sí, quizá no. Cierto es que, ante ojos ajenos, mostramos una representación socialmente aceptable. Nos vestimos desde dentro para convencernos también de todo aquello que deseamos proyectar en un intento de estar cada vez más cerca de lo que idealmente queremos ser.

En “El collar” (1884), del autor francés Guy de Maupassant, encontraremos un relato que promete cuestionarnos en más de una forma, al mismo tiempo que toca algunas fibras sensibles; esas que pueden relacionarse con nuestras propias verdades y dejarnos incómodos al sentirnos frente a un espejo de letras que amenaza con reflejar todo aquello que con miedo, o pena, nos cuesta admitir.

Dentro de la historia, una mujer de clase baja en París se lamentaba de su condición económica y afirmaba que su preciosa cara y presencia no correspondían a su realidad. Era bella, pero tenía un conflicto que la sobrepasaba al considerarse “desperdiciada” en una vida injusta que no reconocía sus bondades físicas.

Un día, ella y su esposo fueron invitados a una fiesta donde podría brillar, era su momento. Tenía un vestido caro para la ocasión pero le faltaba algo que definiera totalmente la apariencia que quería lograr: un collar de diamantes, mismo que pidió prestado. La mujer, honestamente, fue el éxito de la noche; proyectó exactamente lo que anhelaba y era tan contrario a su realidad.

Como una broma de la vida, la mujer perdió el collar y debió comprar otro cuyo valor era de 36 mil francos. Diez años de trabajo después, cuando su cuerpo y semblante reflejaban una deuda que la consumió, se enteró de que, al igual que ella, la dueña del collar vivía de proyecciones y apariencias: el collar original era falso.

En ocasiones, mirarse al espejo supone aceptar verdades que quisiéramos cambiar porque conflictúan la idealización que tenemos de uno mismo. Somos humanos. Afortunadamente, hay grandeza en ese cambio; siempre y cuando suceda con toda la honestidad, y con el corazón en la mano.

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