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A quien rapea

El arrojo con el que una emoción nos sacude suele ser directamente proporcional al nivel de amor, felicidad o miedo que un evento nos produce. Nos estremecemos en esos instantes de consciencia plena cuando ese veinte que cae lo hace con todas sus fuerzas y nos deja desvalidos, con las arrugas de la preocupación dibujadas indeleblemente sobre la frente.

Ejemplo de esto es la idea de que recientemente, dadas nuestras circunstancias actuales de la vida humana, la muerte nos circunda. Muerde los hilos más delgados de nuestra entereza y de alguna forma promete ponernos en perspectiva.

Basta caer en la cuenta de nuestra fragilidad, de lo aleatoria que resulta la suerte y de la vulnerabilidad que nos compone, para que de pronto comencemos a mejorar cada aspecto de nuestra vida en un intento por responder a lo inevitable con un cuerpo entrenado para luchar. Es una reacción válida, por supuesto; somos humanos.

“Las jorobas en el jardín”, cuento precioso del autor italiano Dino Buzzati, extiende hacia nosotros una forma diferente de llegar al encuentro con la muerte; a la idea de la misma, y a la forma en la que continúa manifestándose en nuestra vida. No es un tema ajeno, lo sabemos. Cada uno de nosotros lleva rastros de ella en las ausencias que se fueron acomodando en el alma, y que nos acompañan apacibles y presentes.

Dentro de la historia, un hombre, cuya identidad conoceremos después, narra cómo de pronto en su jardín comenzó a encontrar jorobas cubiertas de pasto. La primera resultó un descubrimiento nocturno cuando paseando tropezó con algo así como un bulto. Inmediatamente llamó a Giacomo, su jardinero, para pedir explicaciones y éste, con la certeza de quien cree más allá de todo, dijo que se trataba de un bulto mortuorio; porque un amigo de nuestro personaje había muerto y la joroba había crecido en el jardín en señal correspondiente.

Al principio fue confuso, pero con el tiempo llegó la costumbre. Dino, nuestro personaje y autor, ahora encontraba jorobas de tamaños y disposiciones diferentes. Y lo bueno era la naturalidad con la que tomaba los hechos, no así lo que significaban realmente: cada joroba era la muerte de un amigo suyo.

Un día, y dirigiendo los ojos hacia nosotros, comenzó a pensar en su propia joroba, en su propia muerte. ¿En qué jardín aparecería? Y en nuestro caso, ¿cómo será nuestra joroba?, ¿quién tropezará con ella para recordarnos? Esperemos que en ellas siempre crezcan flores.

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