La maceta
El poder de la pluma
A Guadalupe y Santiago
Pensemos en la idea de que muy dentro llevamos algo que, en un momento de la vida el cual no podemos anticipar, se activará, o se detonará, o se hará evidente y probablemente será la respuesta a muchos porqués planteados en el pasado. Hablará por nosotros con voz firme. Como una certeza que no alcanzamos a nombrar pero sí podemos sentir.
Puede manifestarse en un latido interno que abarca mucho más que el pecho. Como si se tratara de una corriente eléctrica encargada de abrir los ojos y esbozar una sonrisa. ¡Es como una esperanza! Pero, ¿qué tipo de esperanza? Pudiera ser nuestro instinto que envía señales de mejores tiempos, de recompensas adeudadas prontas a recibir.
En “La maceta”, cuento largo de la autora argentina Luisa Valenzuela, estamos ante una historia que nace desde el presentimiento y posterior seguridad de quien sabe esperar por lo que desea. Un ejercicio que ciertamente, de no ser dominado como es debido, puede causar falsas alarmas y caer en el vicio de ilusionarse sin medida.
Dentro de la historia, una mujer cuyo nombre desconocemos cuenta cómo siempre ha llevado una semilla. En algunas ocasiones es visible para ella y sabe en qué parte de su cuerpo la lleva, y en otras la olvida por mucho tiempo hasta que vuelve a encontrarla. Adelanto que el sentimiento es el mismo cada vez: una suerte de certeza.
Un día decide plantar la semilla. Porque le pareció el momento y también porque tenía la maceta al alcance y el tiempo para hacerlo. Justo después decidió recorrer el mundo, pero no sola, sino con la maceta en la mano. Juan, el hombre que era agradable a sus sentimientos, le dijo que ella era libre de recorrer el mundo y que precisamente su condición humana la invitaba a hacerlo, pero no con la maceta porque las macetas son estáticas; viven y se mueven hacia arriba, no saben transportarse.
La mujer ignoró las palabras y comenzó su viaje. Tiempo después Juan regresó al camino que transitaba, con la firme convicción de entrelazar su mano con la de ella; la misma mano que llevaba la maceta. El encuentro físico se dio y las dos manos se hicieron una en el símbolo más inocente de afecto y amor. En ese momento la semilla creció y abarcó ambas manos; fue un producto perfecto.
Escuchar el interior pudiera ser complicado porque la mayoría de las veces llevamos ruido, enfermedades y preocupaciones. Pero tendríamos que hacerlo como un ejercicio de esperanza, porque absolutamente todos llevamos esa semilla.