Cuidado con las palabras
El poder de la pluma
En ocasiones lo único que tenemos es nuestra capacidad para comunicarnos. Después de todo, construimos imágenes desde muy adentro y no es hasta que viajan por todo nuestro ser y que posteriormente adquieren cuerpo en el cerebro, que se encuentran listas para partir. Para ser emitidas y articuladas en los movimientos de la lengua y las vibraciones de los dientes, para fluir y hacerse presentes en una voz que a veces no sabemos reconocer; pero es nuestra.
¿Tendríamos que cuidar lo que decimos? Idealmente sí. De esta forma nos pudiéramos ahorrar dos o tres disculpas por no haber puesto los filtros pertinentes y dejar que del estómago saliera lo más crudo que podemos representar con letras. A veces las palabras hieren, llevan estacas o perdigones que se clavan en la piel y se anidan en forma de recuerdo difícil de olvidar. En otras ocasiones, las palabras llevan amor y promesas para la eternidad, llevan dulzura y un bienestar incomparable; de ésas no habría que cuidarnos, sino más bien procurarlas.
Alejandra Pizarnik, poeta argentina, escribía sin tener miedo a las palabras. Porque quizá el miedo había sido anterior a todo cuanto ella lograba expresar. Sabemos que no es lo mismo pensar y luego expresar, que expresar sin pensar. Hay una distancia abismal, y consecuencias por demás variadas.
En el texto que nos ocupa, desde una tarde en la que se escribe con el viento en las piernas y en las orejas, encontramos un poema sin nombre donde el primer verso propone que es necesario tener cuidado con las palabras, porque, en su naturaleza universal, se encuentra la tendencia a destruir. “Tienen filo, te cortarán la lengua, cuidado, te hundirán en la cárcel, cuidado, no despertar a las palabras”.
¿Por qué no habríamos de despertar a las palabras? ¿Es que acaso hay todo un universo en letras que puede erupcionar tras una activación accidentada? Entonces nos sabríamos fuera de control. Dejaríamos que nuestro hervor interno expulse borbotones de palabras que van a quemar profundamente y poco nos interesaría considerar si acaso tendremos posteriormente las palabras que servirán de ungüento para aliviar el daño. Sabemos que hay mucho que no se olvida.
Es verdad. Tendríamos que apostar por la prudencia. Por la capacidad que tenemos para abrazar, y no abrasar, con letras. Necesitaríamos procurar la calma con la que construimos un lenguaje que nos refleje y nos defina como humanos cuyas palabras sean el reflejo de la bondad que poseemos.