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Si camináramos por el mundo observando solamente aquello que resulta esencial a los ojos, probablemente viviríamos con el corazón apretujado por la imposibilidad para defendernos de los gestos humanos que enternecen desde la raíz. Basta mirar las pecas de unas manos viejas, la ilusión azulosa de unos ojos jubilados de la visión, o el paisaje accidentado que nace de los diferentes tonos de gris en el cabello para encontrarnos de frente a lo inevitable que es el paso del tiempo, y lo tramposa que es la magia al dejar de mirar un cuerpo presente y vivo, para fijarnos en los detalles más mínimos.

Recuerdo que la piel de mi abuela solía fascinarme. En ocasiones dejaba de ser consciente de sus palabras y de su mirada, porque su piel me atraía a tal grado que era inevitable pasar mi dedo sobre su antebrazo con toda la delicadeza que me era posible. Le enviaba amor en ese roce, y también le pedía con las yemas de los dedos que me hablara de esas historias que escondía en cada manchita y entre los pliegues marcados de huellas de talco y loción de lavanda. La suavidad fue su esencia.

Juan José Millás, en “La identidad de las lentejas”, hace una invitación que resulta familiar a lo anterior. Dentro de la historia, un vendedor de lupas promueve su producto siendo consciente de que la función principal era fallida. Es decir, no servían para aumentar ni para distorsionar tamaños, mucho menos para ayudar al ojo cansado ante la pulsión de la curiosidad por ver todo en grados multiplicados. Sus lupas, en cambio, mostraban las cualidades de las cosas.

Qué fuerte, y qué revelador. Así, un hombre, tras la demostración que el vendedor hizo, y apostando por la capacidad de notar la “lentejidad” de una lenteja, compró una lupa y marcó su día con esa nueva posibilidad de mirar a través de las cualidades. Observó la desesperación sentimental de los mensajes en el metro, la “trenidad” de los trenes, la “caridad” de los rostros, la “mismidad” de las situaciones, la suciedad de las calles, y la “todocidad” de todo. La ciudad se abría a su paso, mostrando en esencia, todo aquello que antes había ignorado.

¿Y si tuviéramos esa lupa? Valdría la pena, de no poder adquirirla, imaginar que la tenemos. Incluso podríamos hacer la imitación con la mano. Los dedos índice y pulgar son buenos para hacer círculos, y si cerramos un ojo y enfocamos con el otro, tendremos nuestra propia lupa. ¿Qué cualidades buscarías? Yo, la “almidad” de las almas.

Aprovecho para dedicar mis letras a quien me ha enseñado la importancia de la conciencia, de educar a los hijos con el objetivo de vivir en paz, a mi querida hermana de sangre Yolanda Arcila a quien le deseo una espectacular vuelta al sol llena de bendiciones en este su cumpleaños. ¡Que sea feliz!

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