La llave
Julia Yerves Díaz: La llave
El límite entre el exceso de control y una manía es un terreno patinoso. No sabemos en qué momento estaremos realizando movimientos que, si nosotros mismos observáramos en alguien más, los tildaríamos de obsesivos. Desde el tronar constante de los dedos, una piernita inquieta y vibrante, un bloquear y desbloquear frenético del celular, regresar a checar si cerramos la llave de gas o si apagamos el televisor; todo resulta en un encanto que muy pocos saben apreciar.
A veces los modos se copian de forma involuntaria y basta una vida de convivencia para mirarse cual espejo en las acciones del otro. Podría incluso ser un anhelo, pensémoslo. Las manías también son una manera de unir y de compartir un amor desnudo que no teme a ser juzgado porque puede ser libremente extraño sin temor al abandono. Tus rarezas, mis rarezas.
En “La llave”, cuento del autor francés Jules Renard, conocemos la historia de una pareja de ancianos que en palabras del escritor se describen como: “La vieja es vieja y avara; el viejo es aún más viejo y más avaro.” Una pareja perfecta, totalmente compatible.
A ellos, junto con la vejez les ha llegado el miedo. Y es tal su inseguridad que de pronto la idea de proteger su armario se vuelve una empresa de todos los días. Ambos toman turnos para tener la llave bajo su cuidado. Ella la lleva siempre entre el pecho y su ropa, en un ángulo preciso para poder sentir su presencia con un movimiento. Él, en cambio, procura ocultar la llave en un bolsillo interior de su chaleco.
La dinámica funciona hasta que el miedo extremo por perder la llave se verbaliza y una vez la idea está en el aire, comienza a impregnar la mente de los viejos para llenarlos de inseguridades por demás improbables pero alarmantes. Deben tomar acción. Piensan en nuevos escondites y la pregunta “¿tú tienes la llave?” supera ya el número aceptable de veces en las que uno puede preguntar algo.
Un día la mujer lanza la pregunta a su viejo para asegurar que la llave está con él. No hay respuesta. En cambio, se topa con la imagen de un hombre que dentro de la desesperación encontró sitio seguro en su propio cuerpo. El rostro se le mira enrojecido y los ojos engañan con lágrimas que no son de tristeza, sino de esfuerzo. La vieja lo mira, asiente, y es víctima de esa manía tan preciosa que los une. Se lanza hacia él con la agilidad de antaño, y con un movimiento abre la boca del hombre para recuperar la llave.
El amor también puede ser un acto de protección.