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Siempre he admirado a las personas que lloran con facilidad y más aún a las que han hecho un oficio de ello. Se trata realmente de un acto tan ajeno y al mismo tiempo cercano que no imagino la carga emocional que debieron llevar todas aquellas plañideras para poder ejecutar un llanto convincente, sentido, dolorosamente real.

¿Sería hereditario? Conozco familias enteras que al mínimo estímulo emocional ya tienen una camita acuosa y amable reteniéndose en el párpado inferior. Son amenazas de felicidad, sentimientos que conmueven, tristeza o furia retenida. Es envidiable, porque mis llantos son impredecibles. La última vez que lloré fue a propósito de nada frente a mí y culpando solo a un viento invernal que fue lo suficientemente cálido para recorrerme y nombrar en mi piel a todas aquellas personas que me faltan. Hubiera querido aprender a llorar; deformar la cara, esconderla entre mis manos y dejar que me desagüe. ¡Ni qué decir de hacer un oficio de eso!

En “Rostros”, un cuento que forma parte de “Historias de la palma de la mano” del autor japonés Yasunari Kawabata, estamos frente a la virtud de la brevedad. En una historia de aliento corto, damos grandes saltos entre pasado, presente y futuro, apenas enfocándonos en la aparente falta de relación y similitud entre la generación de una mujer, su madre y su hija.

El personaje principal no tiene nombre y de ella sabemos que se dedica al arte de conmover hasta las lágrimas a todo aquél que la mira llorar en escena. El teatro atiborrado de gente dispuesta a llorar, hace de ella el espectáculo principal. Se casa, tiene una hija, deja de llorar como empleo y pierde lo que, hasta sus cortos dieciséis años, conocía como vida. De la niña ignora todo, no reconoce nada suyo en ella; el padre tampoco. La familia se disuelve por completo comenzando con el hombre, para luego también crearse una distancia definitiva entre la hija y la mujer.

Si la forma de llorar nos definiera, entonces ella sabría que su hija sería una exitosa mujer de las lágrimas en el teatro emocional; haciendo llorar a cientos de personas que la buscaban tal como alguna vez ella fue aclamada. Pero no lo supo y la falta de conexión entre ambas hizo de esto, la desgracia del no reconocimiento. Pasarían años para que la mujer, al encontrar a su propia madre, notara que hija y abuela eran idénticas, que sí había algo que las unía y prometía establecer la verdadera relación familiar. Tenían la misma cara, tenían el mismo llanto. 

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