La calle
Julia Yerves Díaz: La calle.
Me gusta pensar que cuando cae la noche todas aquellas calles que nos delimitan retornan a su verdadera esencia: un espacio abierto para el tránsito ajeno; casi impersonal. De día y con los primeros rayos del Sol, mi calle, hablo de mi calle, pareciera vestirse de una amabilidad que no es real. Sonríe, se presta al movimiento, a los vehículos, a los transeúntes, a los vendedores, a los gatos y a los perros. La calle vive, pero me parece que no es ella misma; es diferente de noche, más fría, menos cordial.
Memoricé la ruta a mi casa vieja, conocía cada subida, cada bajada, las grietas prominentes que debajo llevaban vida de raíces, las aceras empinadas donde aprendí a caminar en diagonal ladeando el peso del cuerpo para no resbalar. Contaba los tres escalones para entrar al fraccionamiento y como la acera presentaba un diseño diferente me atrevo a decir que caminaba más rápido, con libertad, sin miedo.
De noche, naturalmente, era diferente. De encontrarme fuera por algún motivo, sabía que los humores cambiarían, que debía aligerar el paso para finalmente dar lugar a las zancadas de la supervivencia cada que escuchaba algo detrás de mí y sentía paralizarme por el miedo a una calle que horas antes, bajo la luz, no parecía albergar todos los peligros del mundo.
Octavio Paz, en su poema “La calle”, plantea la imagen de una persecución. ¿El escenario? Una calle obscura, por supuesto. Alguien sigue a la voz poética y pareciera pisar las hojas secas de la misma forma en la que él lo hace, tropieza si él tropieza, corre si él corre, se detiene si él se detiene. Voltea el rostro: nadie. Continúa caminando y su andar le lleva a girar sobre las mismas esquinas con una velocidad, que anticipo, aumenta a medida de su desespero. Pronto “se alcanza”, se topa con un hombre asustado que tras el tropiezo se voltea y se dice: nadie.
Qué suerte la suya, si era él mismo. Así no tendría que buscar las llaves en el bolso para que sirvieran de arma improvisada, ni correr como impulso primario cuando la amenaza sea franca, ni buscar en las casas ventanas iluminadas que puedan servir de refugio ni mucho menos cuestionar con pánico hasta dónde llegaría su grito en caso de ayuda. Así son las calles, nuestras calles; grandes espacios para lo improbable, para lo indeseado, para el mayor de los temores y las más desafortunadas circunstancias. Qué sueño y qué seguridad sería para todas transitar en calles que fueran permanentemente diurnas; sin pasos detrás.