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Estar cerca del peligro sin que esto suponga una amenaza puede ser un alivio para todo tipo de miedo. El contemplar con distancia segura eso que seguramente, de estar en circunstancias no favorables, pudiera significarnos la vida, añade valentía al encuentro. Atrevimiento, enormidad de nuestras capacidades, falsas batallas ganadas.

Como guiño a esto, en el año pasado, cuando para ir al mar se necesitaba llevar un cubrebocas que filtraba el salitre más que el virus, supe de la existencia de cocodrilos en Sisal.

Era agosto, mi primera pesca a mar abierto. Las seis horas desde la madrugada morían para que el tiempo se estableciera a las siete; el “bostezo” de un lagarto gigante dio por comenzada la jornada de asombro. ¡Era enorme! ¿Lo que sentí? Guiños de emoción con espacios para la seguridad que reinaba en la idea de que, bajo ninguna circunstancia, aun estando a metros de semejante bicho, estaría en peligro.

Ante peligro estaba, por supuesto. El mar tiene sus maneras y no responde a los temores de quienes lo transitan; es como su propio país, con su gobierno de aires y especies submarinas increíbles, con su oleaje que a tiempos abraza y a otros somete.

El peligro estaba y yo y los míos miramos de lejos, o en una lancha, o ahora en el recuerdo de una aventura en medio de la nada líquida. Para el personaje del cuento “Nocturno”, que hoy nos ocupa, del autor argentino Roberto Güiraldes, y moviéndonos a espacio terrestre pero manteniendo la idea del peligro prudente, cambiamos un poco de perspectiva porque si bien saldremos ilesos de esta lectura, no podemos asegurar lo mismo para este hombre.

Un presagio, una amenaza que cuelga pendiente con palabras muy cerca de la realización y un escenario dolorosamente perfecto hacen de esta historia un fragmento desafortunado.

Esto es lo que vemos: el hombre cabalga por la noche, calmo, manteniendo una armonía perfecta entre él, su caballo y la noche estrellada. De pronto “un bulto” le salta encima. El caballo enloquece, cae, lo inmoviliza con sus kilos equinos sobre la pierna, un cuchillo lo atraviesa y una sola frase da razón a lo presenciado con la imaginación: “te lo había jurao”. El alivio de tal circunstancia es que no es la nuestra. No somos quien yace inerte bajo el anonimato de la noche, ni quien huye con el peso de la conciencia futura rompiéndole los talones. No hay culpa en el sentimiento de alivio, porque también se trata de una reacción humana. Terrenal, totalmente instintiva.

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