Uno y el universo
Sábato tiene un libro que resulta un golpe que rompe con nuestras propias barreras y zonas seguras.
Pensando en los retos cotidianos, llegan a la mente todos aquellos libros que han sido abandonados por nuestros ojos porque en algún momento los consideramos complicados. Quizás el abandono radicó en diversos factores. Desde la falta de tiempo, la incapacidad humana del momento, una que otra inestabilidad emocional, miedo aberrante ante tal o cual autor o simplemente una suerte de mala sincronía, de esas que mueven los deseos y guían los ojos y las manos para permanecer con el autor.
Hay lecturas complicadas, por supuesto. Retos mentales y retos emocionales que se presentan como si se tratara de un ejercicio para complicarnos el entendimiento, como si de momento los sentimientos que viven entre el lector y el autor tiraran de lados opuestos. No podemos huir; más bien, no deberíamos. Incluso en las complicaciones más profundas hay magia en encontrar algo que sí nos hable, un posible guiño; algo que nos atrape. Y sucede, nos quedamos.
Uno y el universo (1945), del autor argentino Ernesto Sábato, fue un reto para mí. De momento estuve frente a algo que desconocía y, por otros instantes, como si los recuerdos de mi formación académica básica guiñaran la dinámica lectora, surgieron puntos de encuentro. Palabras dirigidas a mí que danzaron entre lo conocido y lo que tenía por conocer; universos imposibles que significaron creaciones probables ante lo que ignoraba.
En forma de pequeños ensayos, Sábato narra a partir de su voz, una voz cultivada que se extiende con familiaridad científica hasta nosotros. Nos habla de un Anteojo astronómico, de la casualidad, de Borges, del Hombre y la Mujer, y de la Infinitud del universo. Las complicaciones entre palabras son constantes, las referencias también.
Sin embargo, el tono de familiaridad con el cual se dirige al lector resulta la voz de un maestro considerado; alguien que guía la mente hasta algo que probablemente supimos en la juventud. Ahora nos acerca, nos hace recordar. Se agradece lo complicado de las cosas, del primer choque ante lo desconocido; un golpe para romper nuestras propias barreras y zonas seguras.