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A veces en estos días calurosos de abril me entra la nostalgia y me vienen a la mente los recuerdos de aquellas largas pláticas con el difunto viejo cascarrabias –que de cascarrabias solo tenía la cáscara, porque era un pan de Dios–, en las que un día sí y el otro también sacaba de su prodigiosa memoria (o de su imaginación, eso nunca pude dilucidarlo) relatos de andanzas, no sé si reales o inventadas, por las selvas que rodeaban a su lugar de origen.

No recuerdo si alguna vez les dije que el viejo presumía de haber nacido de una ciudad del oriente –“la ciudad más bella de todo el oriente universal”, solía decir con sus acostumbradas hipérboles cuando hablaba de aquella población–. Pues bien, en esa cercana tarde en que recordé nuestras charlas con el viejo me vino a la mente uno de sus cuentos sobre aluxes.

“Yo tuve experiencias con esos seres del Mayab misterioso”, me dijo el viejo. “Creo recordar que ya te dije que era un niño excesivamente travieso y relajista (hoy quizá se diría que padecí de alguno de esos síndromes que te endilgan los psicólogos: de déficit de atención o algo peor) y no me aguantaba mi pobre madre, que no terminaba de salir de una travesura mía con consecuencias para la casa de alguna vecina o un chuchuluco para algún vecinito (que se curaba con naranja agria y sal), cuando ya la había metido en otra”.

Harta de las diabluras del cascarrabias –que en esa época era más bien un buscabullas–, la dulce señora (es un decir, porque a veces esperaba que el diablillo se metiera al baño y ahí le propinaba sus buenos cintarazos; inútiles como correctivos, hay que decirlo), en unas vacaciones le pidió al papá, quien trabajaba en una misión educativa en las selvas donde se ocultan los mayas cruzoob, que lo llevara con él, “a ver si así aprende”.

“Fue lo mejor que me ha pasado”, aseguraba el anciano refunfuñón. “Ahí conocí la verdadera vida de los mayas indomables e indomados. Era un mundo aparte, con disciplina militar y lleno de una religiosidad mezcla de lo que, sin ningún fundamento, los occidentales llaman idolatría, y rasgos de cristianismo (era la forma en que ese pueblo inteligente tomaba el pelo a los ‘evangelizadores’), y recibí lecciones de solidaridad social en las ceremonias en las que se hacía comida para todos y cada quien tomaba lo que necesitaba”.

Pero como ya se estaba yendo por otros lados en sus ensoñaciones, le pregunté. “¿Y que hay de los aluxes?”.

-En un cerro (creo que en realidad era un edificio maya) -me dijo-, donde jugaba con varios niños de un pueblo, de pronto gritaron: “Je’ ku’ tale aluxo’ob” y comenzaron a bajar en estampida y yo tras ellos. No sé si fue por el momento, pero juro que oía que alguien venía tras de mí quebrando ramas con sus pisadas y no paré hasta la plaza del pueblo, jadeante y asustado. Era el mediodía y, en lo alto del cerro, un remolino se alzó al cielo.

-No me crees, ¿verdad?

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