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La otra tarde, después de estarlo pensando varios días, decidí salir un rato –ya soy persona de riesgo- para ir a la casa del cascarrabias, aquel mi amigo del que ya les he hablado otras veces, para ver cómo estaba la vivienda después de las lluvias e inundaciones de los meses recientes (recuerden que vivió en el sur profundo y que su casucha no es muy resistente).

Al llegar, afortunadamente, veo que, salvo el candado lleno de herrumbre que me dio trabajo abrir (ni con aflojatodo pude a la primera) y un insoportable olor a húmedo (cuxum decimos los yucatecos), lo demás estaba como la última vez que había ido. El motivo de mi viaje hasta la casa de mi difunto amigo era ver si podía encontrar un libro del que me habló en varias ocasiones: el Manual de urbanidad y buenas maneras (Manual de Carreño) que cada vez que lo interrumpía cuando estaba hablando (si no lo hacía nunca me iba a dejar articular palabra) citaba para decirme que era de mala educación lo que hacía.

Luego de redrojear un rato entre sus pertenencias –ustedes saben que soy el albacea de sus escasos bienes- hallé el ejemplar que aquél guardaba en su baúl con especial celo porque estaba dedicado a él por un maestro que tuvimos en nuestras lejanas juventudes: don Pepe C., un profundo conocedor de la historia y amante de las buenas maneras de quien un día de éstos les hablaré.

El Manual de Carreno (o Carreño como también es conocido), escrito por el venezolano Manuel Antonio de Carreño en 1853, es un completísimo tratado de urbanidad que incluye desde las normas para el uso de los cubiertos, los platos, la servilleta y los vasos y copas hasta el comportamiento que deben tener los hijos delante de sus padres (prohibido el tuteo e interrumpirlos) y la conducta de los suegros ante sus hijos y nueras o yernos (antes de visitarlos hay que avisar a ver si pueden recibirnos).

También incluye –claro, con el lenguaje de la época que a muchos hoy parece anacrónico y pesado- los deberes para con el prójimo “el divino sentimiento de la caridad cristiana, (que) es el fundamento de todos los deberes que tenemos para con nuestros semejantes, así como es la base de las más eminentes virtudes sociales”.

Recuerdo que aquel don Pepe C. recorría las mesas del comedor (éramos internos en la casa de estudios) para comprobar que estuviéramos usando adecuadamente los cubiertos, no habláramos con la boca llena de comida y no gritáramos. Se sabía El Carreño al dedillo y él mismo lo aplicaba en su conducta siempre amable (más bien casi siempre, porque cuando había una conducta que merecía sanción era duro e inflexible; algún "cliente" suyo pasaba hasta una hora abrazado a una columna del edificio como castigo).

El cascarrabias siempre decía que El Carreño nunca debía pasar de moda. A la vista de los hechos, creo que tenía razón.

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