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Como dice el prócer, el verdadero, el único e insustituible: “ya chole” con el tema de los papadzules (palabra insertada en el caudal de los yucatequismos gastronómicos y, por eso mismo, difícil de erradicar o modificar). Hemos leído en las redes sociales toda suerte de comentarios, interpretaciones y tesis lingüísticas sobre su origen, desde algunas muy serias y atendibles como la de los maestros Miguel Güémez Pineda y Feliciano Sánchez Chan (que ponen en su origen dos palabras mayas: papak´ y sul: empapar y remojar), hasta los peregrinos comentarios de alguien que dice que su tatarabuela decretó que viene de papa y azul porque azul es el aceite que sale de moler la pepita (es verde intenso).

Yo ya decidí no sumarme a esas disquisiciones en torno al origen de la palabra que define al sabroso guiso de pepita gruesa, tortilla de maíz y huevo sancochado y asumir la buena compañía de don Feliciano y don Miguel. Sin embargo, el escándalo generado por un tal chef Mariano que desde un programa de televisión ofendió la memoria de ese platillo emblemático de la cocina yucateca me hizo recordar a mi difunto amigo –que digo amigo, hermano-, el viejo cascarrabias, que en alguna ocasión que lo visité en su casucha del sur de la ciudad me mostró un escrito donde contaba un episodio de su vida con su tía Candita.

La tía Candita del cascarrabias hacía –según él- los papadzules más deliciosos del cosmos (era medio exagerado el viejo), pero yo le creía porque tuve oportunidad de probarlos en más de una ocasión. En su escrito, el gruñón describe minuciosamente el proceso de preparación de ese guiso que su tía María Candelaria seguía para elaborarlo y que después él y su primo, el único hijo varón de aquella extraordinaria mujer, salían a vender por el rumbo de Lourdes.

Desde la tarde anterior, ponía a remojar la pepita gruesa de calabaza. Ya entrada la noche, ella, sus hijos y quienes estuvieran en la casa a esa hora se sentaban en torno a la cubeta donde estaba la pepita a quitarles de una en una la cáscara, labor que consumía varias horas. En la mañana, muy temprano, la tía comenzaba la ardua tarea de moler la pepita a mano en uno de aquellos molinos metálicos de manigueta, que dejaba escurrir un aceite de “un intenso verde esmeralda maravilloso” (así lo escribió el viejo).

Una vez concluida la molienda, comenzaba la tarea de tortear (no se usaba aún la tortilladora de gas morado) a cargo de doña Candelaria y sus hijas y entre tanto ponía a hervir hojas de apazote (nada de epazote). El siguiente paso era desleír la pasta en el agua de apazote y remojar las tortillas, ponerles el huevo previamente mastrujado, hacerlas taco, ponerlas en la bandeja y rociarles encima el aceite y un poco más de la pepita y coronarlas con una salsa de tomate (receta secreta, aclara el viejo).

El éxito estaba asegurado, pues los trabajadores de las cordelerías del rumbo ya esperaban el banquete.

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