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Limitar la libertad de expresión siempre es una tentación de los poderes, particularmente de aquellos que pueden hacerlo a través de leyes y que persisten en guiar su alta responsabilidad de crearlas o modificarlas mediante el ataque a las consecuencias y no a las causas de los problemas que pretenden resolver.

Esta tentación se materializa cuando encuentra acomodo en contextos de indignación social, como ocurre con la rápida difusión de imágenes de víctimas que deberían estar en resguardo de la autoridad pero que llegan hasta personas, medios digitales y, muchas veces, al final de esta cadena, a medios impresos.

La voracidad con la que estas imágenes se comparte en redes sociales tan públicas como Twitter o Instagram, o tan “privadas” como WhatsApp, dice mucho del doble rasero social: son consumidas, compartidas y publicadas con tan poco resquemor (en un fenómeno de morbo social) que cuando llegan a un medio de comunicación digital y más aún a un medio impreso, poco queda por impactar si consideramos el mercado que se dedica a la lectura de los medios impresos en nuestros tiempos.

Por tanto, poco puede hacer una reforma, como la que se ha propuesto en Yucatán, con dedicatoria a los medios de comunicación, en términos tan ambiguos como la “forma maliciosa” de publicar este tipo de imágenes, sin estar dirigida a quien, faltando a su responsabilidad, las filtra, como ocurrió en el “Caso Ingrid” y muchos otros en los que no cabe otra teoría para explicarse cómo van a parar a otras manos fotografías o imágenes del lugar de los hechos a las que solo tiene acceso la autoridad policial o ministerial.

De manera que es inútil y hasta falto de enfoque dirigir la atención social del problema a los medios e igual lo sería un cambio de ley que se dirija a limitarlos.

La Ciudad de México ha planteado una reforma dirigida a castigar hasta con ocho años de prisión a servidores públicos que filtren imágenes no solo de cadáveres, sino de víctimas de delitos, y Veracruz aprobó una en mayo de 2019 en términos muy parecidos. Ninguno de estos dos casos está dirigido a los medios de comunicación digitales o impresos o a las redes sociales.

Además, tanto el derecho internacional como el sistema interamericano de derechos humanos establecen que una posible limitación a la libertad de expresión debe pasar un test de proporcionalidad y necesidad. En todo caso, si existen otras formas de limitar este derecho, de aplicar responsabilidades o restricciones ulteriores, “hay que elegir aquella que menos dañe, que menos afecte al derecho a la libertad de expresión”.

Si nos atenemos a esto no hay que olvidar que ya existe posibilidad, tanto de una víctima como de un imputado, de demandar daño moral hacia cualquiera (incluido un medio) por “afectar su honor, decoro o bien la consideración que de sí misma tienen los demás”.

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