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Por angas o por mangas, en los últimos días he tenido que acudir a instalaciones del Seguro Social y he podido observar todo un variopinto mosaico de realidades humanas y materiales que me han llenado de preocupación y me han hecho pensar en lo que nos espera si las cosas siguen igual.

De entrada tengo que decir que –excepto algún personal asignado a ventanillas para la recepción de documentos y programación de consultas y que tiene la cara de eso a lo que dice el presidente “fuchi caca”- la mayoría de quienes ahí laboran ejercen esa cualidad que es tan necesaria en una institución que se ocupa de aliviar el dolor humano: la empatía.

Hay un evidente deseo de servir y ayudar a los miles de enfermos y sus familias que todos los días acuden a las clínicas. Inclusive fui testigo de cómo personal médico, de enfermería y áreas administrativas se pone el traje de Job y con paciencia franciscana explica y vuelve a explicar a angustiados derechohabientes por qué no se puede lo que solicitan o a dónde tienen que acudir para que les resuelven su problema.

Los médicos y médicas que son quienes forman la primera línea del trato con el paciente se esmeran –si hay alguno o alguna que no lo hace no lo vi– porque quien acude en busca de alivio a su enfermedad encuentre al menos un oído atento y un auténtico deseo de servirle (aunque escaseen las medicinas, como constaté).

Sin embargo, uno va conociendo historias que pudieran calificarse de graves y hasta aterradoras. Por ejemplo, me tocó sentarme junto a un joven que acudió en muletas a gestionar una nueva operación a una de sus piernas. “Con ésta ya van a ser cuatro”, me contó, “y llevo casi dos años con esto”.

Resulta que llegó al hospital con una fractura, fue operado, pero en el quirófano el hueso se infectó con una bacteria que no le han podido eliminar ni con todos los tratamientos que le han dado (inclusive con un antibiótico que cuesta $6,000 cada dosis). En ese lapso apenas ha podido trabajar y pasa apuros para mantener a su familia. “Todo esto es muy doloroso, pero ya me acostumbré a vivir con el dolor”, expresa resignado.

Una señora que ha estado inclusive a las puertas del quirófano no una ni dos, sino tres veces, y a punto de entrar le cancelan la cirugía es otra víctima del abandono o mal uso que las autoridades “del periodo neoliberal”, diría alguien, le dieron a esa noble institución que alguna vez fue ejemplo para el mundo.

Otro tema es el de las medicinas. Por los escritorios de los funcionarios (y de sus secretarios y secretarias que son los que tienen que lidiar con el problema) desfilan pacientes que piden ayuda para surtir sus recetas.

Ahora que miro de cerca lo que acontece en el Seguro, puedo decir que es injusto emitir juicios tajantes contra el personal –buenos y esforzados servidores en su mayoría-, pero también que los que “son diferentes” deben hacer algo para que no se hunda, porque, si se hunde el IMSS, México también se va a hundir. Salvarlo es imperativo. Cuestión de vida o muerte, literal.

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