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En estos tiempos de pandemia, aunque en mi caso los ratos libres no abundan, porque, gracias a Dios y a mis jefes del periódico, tengo trabajo, por invitación de doña Margarita Díaz Rubio, presidenta del Patronato pro Historia Peninsular (Prohispen), me incorporé a un grupo de importantes personalidades de la cultura, la ciencia y el arte que, bajo el sugerente título de Miradas en el tiempo, aportan relatos, trabajos realizados y puntos de vista sobre lo ocurrido ayer y lo que es vigente actualmente.

Cavilando en torno a lo que pudiera ser interesante de mi modesto palmarés periodístico y personal, recobré entre las entretelas de mi memoria un suceso que marcó mi vida en forma definitiva.

Se trata de un viaje realizado con mi padre –allá por 1953 ó 1954- a la zona maya de Quintana Roo, lo que los habitantes de esa región entonces apartada de todo lo que pudiera oler a “hombre blanco”, llamaban “La montaña”. Un acontecimiento mágico y subyugante que, a mis escasos siete u ocho años, viví con el alma franca de un niño de curiosidad insaciable que vivía en un pueblo mágico desde siempre (Valladolid), donde todas las fantasías podían realizarse y vaya que en mi cabeza se forjaban muchas, desde ser el héroe de una película de Roy Rogers o Hopalong Cassidy (de las que llegaban al cine Díaz) o ir a la Ciudad de México, trabajar en el rancho de Pedro Infante (ni sabía que tuviera alguno) y vestirme de torero.

Lo cierto es –y lo confieso sin pena- que mi pobre madre ya no me aguantaba ni podía controlar mis correrías (ni con el aviso de que si no llegaba a casa a las 10 p.m., al apagarse la luz en la calle, me iban a agarrar la diosa Xtab o el uay Chivo) y ya ni el maestro Jesús Arzápalo (amigo de mi padre) sabía que hacer conmigo en la Miguel Hidalgo. Así que tronado sin remedio y condenado a “repetir el año”, doña Chabe le dijo a don Vicho: “Llévate a ese chiquito, ya no lo aguanto”.

Y así empezó para mí la mejor aventura de mi vida –inolvidable e inigualable por todo lo que ocurrió, que es mucho y bueno-: iría con mi padre a la zona maya, donde él trabajaba como traductor y facilitador de los misioneros de Maryknoll que realizaban obra de evangelización entre los cruzoob y que contrataron a dos o tres personas, una de ellas mi padre, que dominaban el idioma nativo a la perfección y podían entenderse con los indómitos habitantes de “La montaña”.

A las 5 de la mañana, con un buen bastimento (principalmente pimitos de sal y manteca, algo de café y tasajo en un sabucán), yo a lomos de la mansa y vieja Colorada (la mula preferida de don Vicho) y él montado en una acémila que recién había comprado en Valladolid para los recorridos de los “curas gringos” entre los pueblos mayas, iniciamos el viaje que me deparaba (sin yo siquiera sospecharlo, porque iba de castigo), mágicas experiencias. Aún hoy me emociono al hablar de esto. Seguiremos.

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