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Con la “sencillez” que lo caracteriza, el presidente Andrés Manuel López Obrador dijo hace unos días, en su visita a la termoeléctrica “José López Portillo” (presidente del “periodo neoliberal” que, además, destruyó la economía y dilapidó la riqueza petrolera), que es un “sofisma eso de las energías limpias” y que no le importa que la CFE utilice carbón para producir electricidad.

En forma por demás simplista, el mandatario utilizó –quizá del mismo modo que la mayoría de los mortales que alguna vez oyeron ese término y les gustó para atacar a sus rivales en alguna discusión- la palabra sofisma en el sentido que le da (en forma también simplista) el Diccionario de la Lengua Española: Razón o argumento falso con apariencia de verdad y que también equipara con Paralogismo: Razonamiento falso o incorrecto.

Sin embargo, la cosa no es tan sencilla: el sofisma, cuyo primer practicante fue Protágoras de Abdera (481-411 aC), a quien se le atribuye la frase: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto que no son”, es una visión entonces nueva de la realidad que pone en el centro ya no el mundo sino al hombre (1).

A los practicantes de esta forma retórica de abordar la realidad (según Johannes Hirschbberger no hay acuerdo con que sea filosofía) se les llamaba “maestros de la virtud”, pero no en el sentido clásico del término, sino en un sentido primitivo que “apunta más bien a una capacitación y aptitud política”.

Es la época del imperialismo de Pericles, señala el ya citado autor, y “se necesitan hombres competentes para conquistar y explotar el nuevo espacio; hombres de acción y de iniciativa, con voluntad de ser algo en la vida pública”.

“Sofística significa realmente formación, como se ha afirmado siempre, pero no una formación popular, sino formación para la dirección política”. Y el camino para conseguir aquel fin era la palabra brillante y la necesidad de “estar versado en todo para poder hablar de cuanto se presentara”. El don más importante del sofista era el de la persuasión, “poder convertir en argumentos sólidos y fuertes los más débiles”.

De modo, entonces, que un sofista no es el amo de la mentira y el depositario de las maldades que quiere pintarnos el presidente, sino, en su significado prístino, es un hombre de elevados valores culturales, con una sólida formación intelectual y con una visión política basada en la formación y el estudio.

Ciertamente los sofistas no “perdían el tiempo” en disquisiciones sobre el origen del mundo y las leyes de la naturaleza y del cosmos (como los filósofos clásicos), sino que miraban la realidad con un sentido práctico, que no es lo mismo que una conducta inmoral y abusiva.

No hay que ser tan “simples”, menos si uno pretende ofender a sus adversarios.

1) Historia de la Filosofía. Johannes Hirschbberger, editorial Biblioteca Herder, sección de Teología y Filosofía. Barcelona, 1991.

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