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En un encierro obligado desde hace meses, casi sin posibilidad de realizar una vida normal –es decir, cosas sencillas: tomar el café con los amigos, visitar a personas queridas, ir al trabajo-, el hombre ha pasado casi un año parapetado en su miedo, en su angustia y en el recelo inclusive de acercarse a otros porque no sabe si son portadores del virus malvado.

Ante estas situaciones humanas, uno se pregunta si aquellos quienes renuncian a mantenerse apartados de la vida que corre afuera incontenible, a seguir metidos en su cueva, encerrados, no tienen alguna razón para justificar sus conductas.

A la mayoría de quienes han optado por volver a encontrarse con sus seres queridos, retomar la costumbre de salir a cenar o ir a la cantina por dos cervezas, los que nos encerramos en nuestro miedo a sucumbir frente al inmisericorde bicho los llamamos irresponsables y los ponemos casi al nivel de idiotas sin conciencia.

-¡Ay Dios, míralo(a), sin cubrebocas, achocados… y en esa casa, ya viste cuántos hay bebiendo y bailando. Vas a ver dentro de poco cómo aumenta el número de contagiados y muertos. ¡Qué barbaridad! Deberían multarlos o meterlos al bote –son algunas de las expresiones que decimos o que oímos con frecuencia.

Y no les (nos) falta razón a quienes eso manifiestan. El peligro está ahí, taimado, acechando, listo para entrar a saco en nuestro cuerpo y destruirlo en un santiamén, con muerte dolorosa, en soledad y sin el consuelo de las personas que nos aman. Y la autoridad sanitaria federal no abona en el tema de la conciencia ni gestiona adecuadamente la crisis. Es la mejor aliada del Covid, tristemente.

Y también está el lado humano de quienes no resisten más el aislamiento ni las restricciones que impone el buen cuidado de la salud personal y social y sucumben ante la necesidad del encuentro, del abrazo, del brindis en el cumpleaños de quien forma parte de los cariños. Ya llevamos muchos meses en esa injusta situación de encierro. No es de la naturaleza humana vivir en la concha (no somos caracoles), parapetados detrás de cuatro paredes, sin siquiera un apretón de manos o un abrazo fugaz.

Pero de algún modo todos como sociedad hemos contribuido a que las cosas alcancen esta dimensión trágica y por culpa de nuestra desidia y descuido mueren millones de personas. Todos los días lamentamos la ausencia definitiva de quienes son parte de nuestra carne o de nuestra alma y ese es el pago ante nuestro enorme pecado social y nuestro egoísmo.

Acciones tan aparentemente nimias e insignificantes como tirar basura en la calle, escupir en las banquetas, fumar en sitios indebidos, contaminar el agua, no separar los desechos en las casas… todo eso ha llevado a la humanidad al grado de deterioro y debilidad en que hoy se halla.

Nos toca pagar, ni modos. Ojalá no sea tarde…

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