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Una información publicada por el doctor en letras Raúl Arístides Pérez (que parece no conocer el uso adecuado de la coma, pues en la nota que llegó a mi correo electrónico pone “doctor en letras, Raúl Arístides Pérez”, lo cual significa que es el único ser del planeta con esa especialidad doctoral) y relativa al uso en la Península de Yucatán del verbo trancar, me da pie a comentar sobre el tema de los regionalismos o localismos que muchas veces son motivo de burla contra quienes los usan.

Ya se ha dicho hasta la saciedad –y es una tesis que suscribo con todas sus letras- que el único creador y dueño absoluto del idioma es el pueblo que lo habla.

Los académicos, desde los de la Real Academia Española hasta la más humilde de Filipinas, nación en la que aún quedan vestigios del español que sucumbió avasallado por el inglés, tienen como única utilidad la de ser pescadores de lo que se dice en la calle para inscribirlo en el caudal del idioma, si es que pasa por el tamiz de la gramática, la ortografía y la etimología, aunque a veces parece que son más un parapeto inexpugnable y tiranía cerrada a cal y canto.

Las acepciones del verbo trancar en Yucatán son lo que se conoce como regionalismos o localismos lingüísticos, es decir un modo peculiar de expresarse en un determinado lugar.

En Yucatán (en la Península en general) tenemos muchos, tantos que le han dado al maestro Miguel Güémez Pineda para hacer un diccionario de yucatequismos que ha alcanzado singular éxito y que ya tiene una segunda edición, gracias al rigor con que ha escudriñado en el alma del idioma que se habla en esta región.

Rigor que no parecen tener las pesquisas del doctor Pérez, avaladas, según el tono del comunicado, por la Academia Mexicana de la Lengua.

La palabra hablada, y con mayor razón escrita, es un privilegio que solo le cumple al hombre. Ningún otro ser de la naturaleza reúne las condiciones, inclusive físicas (la posición de la glotis que se logró tras siglos que le llevaron al ser humano a erguirse sobre los pies, la posición de los dedos de las manos y la conformación del cerebro) y psicológicas, que le permiten articular los sonidos de tal modo que se conviertan en expresiones inteligibles para quien está en posesión de los códigos que para cada idioma existen.

Por eso es de la mayor importancia que quienes se ostentan como expertos (académicos) cuiden con esmero y escrúpulo lo que dicen, ya que muchos lo toman como dogmas de fe.

Con mayor razón en los tiempos que corren, saber que hay personas con la cultura y la preparación científica suficientes para convertirse en guardianes (no en valladares) del idioma (que no es puro sino que todos los días venturosamente se “contamina” con lo que crean sus hablantes) permitiría la tranquilidad de que el español (en nuestro caso) en el que nos expresamos 550 millones de personas va a seguir siendo factor de unidad y entendimiento de los pueblos.

Que nadie “tranque” su desarrollo.

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