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El presidente acusa censura de la autoridad electoral y dice que el INE vulnera la libertad de información al querer prohibir la difusión de las conferencias mañaneras durante la campaña. El tema central es que, a todas luces, ese espacio se ha convertido en el paredón de fusilamiento del régimen, cargado de ataques y propaganda política.

Lo mismo se expone a los gasolineros careros, que a caricaturistas y periodistas “neoliberales”; ahí también se da la línea de las acciones a seguir para las distintas secretarías y, sobre todo, se responde a preguntas a modo sobre la coyuntura nacional. Es el foro perfecto desde donde el titular del Ejecutivo desliza el chiste de ocasión o la zancada malintencionada en contra de los opositores.

Por ello no resulta una sorpresa que el INE busque acotar el espectáculo al gobierno, pues las declaraciones que allí se dan impactan de forma decisiva sobre el acontecer diario. Si el presidente quiere una nota específica, sacará de la chistera el informe, la entrevista o la presentación que de pie al avasalle. Imaginemos eso en plena campaña, con el arsenal cargado a tope y disparando a diestra y siniestra.

Nadie pone en duda la efectividad que tiene la mañanera como herramienta comunicativa, y más cuando hay que bajarle el tono a los escándalos propios o descarrilar la marcha de algún partido o personaje que se haya vuelto, por decir lo menos, incómodo.

Sabemos que todas las mañanas en México se lleva a cabo una puesta en escena, que cuenta con un abecé de historia moralina, la punitiva maniobra contra el enemigo del momento y las frases dictadas para cabecear cientos de notas con la nueva ocurrencia de Palacio Nacional.

Ese espectáculo que, hasta el día de hoy, no tiene reglamentación alguna es el caldero de donde han salido difamaciones, insultos y señalamientos que no han hecho más que polarizar a la población. ¿Qué diferencia habría si no existieran las conferencias mañaneras o, por lo menos, no con ese formato de golpeteo?

De entrada, un ambiente más armónico al no contar con la avalancha de descalificativos que se enumeran a diario, durante poco más de dos horas, contra quienes, de entrada, no tienen el mismo espacio para defenderse. Lo grave es la saña con la que, desde el poder, se señala y condena.

¿Qué puede y no decir el presidente en sus conferencias? Esa es la pregunta del millón, ya que si a la experiencia nos abocamos, resulta una broma esperar que por voluntad propia el mandatario, de buenas a primeras, decida dar una tregua y hacer el compromiso de no pronunciarse sobre asuntos de la elección.

Queda claro que el problema no gira en torno a la libertad de expresión, sino va más allá del derecho que tenemos todos los mexicanos a estar de acuerdo o disentir. La poderosa opinión del presidente pesa y mucho, por eso es importante la responsabilidad en sus palabras y la revisión legal para que se fortalezca la democracia y no se solapen los autoritarismos.

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