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El término calavera deriva del latín calvaria, “cráneo”, y se refiere al conjunto de los huesos de la cabeza mientras permanecen unidos, pero despojados de la carne y de la piel; sin embargo, hay quienes usan esta voz para nombrar al esqueleto del cuerpo humano. En lengua maya, calavera se denomina tseek’, que sirve además para designar a la roca dura expuesta, o la capa calcárea con poco suelo; y es apellido: Tsek.

Se llama también calavera a cada una de las dos luces o micas posteriores de un vehículo, quizá por la apariencia que éstas tenían en los coches antiguos; así como a la bola de queso tipo holandés o edam que viene en forma de balón achatado.

En Yucatán no se llama calavera al hombre de poco juicio, mujeriego o juerguista como coloquialmente se le conocía en el centro del país; tampoco se usa calaverada como acción propia de un calavera: travesura o diablura. Etimológicamente esta voz se compone del adjetivo calavera y del sufijo -ada que indica acción y resultado de.

Como nombre de composición poética literaria o verso tradicional festivo o irreverente, las calaveras se suelen escribir en vísperas del Día de Muertos y pretenden ser el epitafio de una persona viva. En Yucatán, éstas se comenzaron a escribir a mediados del siglo XX, cuando en la capital del país ya se habían popularizado desde mediados del siglo XIX. Las clases altas de la Ciudad de México, después de su visita al panteón, acudían al Zócalo a presenciar la puesta en escena de Juan Tenorio del dramaturgo José Zorrilla, u otro tipo de representaciones como “Las calaveradas”, especie de concurso de calaveritas literarias.

Según don Jesús Amaro Gamboa, las calaveras literarias adquirieron en Mérida un tinte sarcástico y cruel con el que se ridiculizaba o humillaba a personas que tenían la misma profesión o, simplemente, por la competencia que se establecía entre individuos, o por la ociosidad malsana y maldiciente de aquellos otros que “nomás miran” el acontecer sociocultural. En la mayoría de los casos era la expresión disfrazada de pasiones reprimidas que en días de Finados se hacían públicas y que a muchos yucatecos se les daba por la habilidad de escribir bombas yucatecas (coplas o composiciones poéticas breves).

En las estrofillas siguientes el autor cambió nombres y profesiones: “En esta fosa profunda/ yace Pablito Carrera;/ peluquero de tercera,/ fue trovador de segunda/ y jueputa de primera”. O esta: “Esta tumba abandonada/antropólogo albergó;/se lo llevó la tiznada, pues fue serpiente emplumada y además crotalizada/ la que el p’irix le picó”.

Finalmente, la calaverita, originaria del centro del país, es el dulce de azúcar que representa los huesos de la cabeza por lo regular adornado y con algún nombre de persona escrito en la frente. Esto nos recuerda a una añeja costumbre de los mayas yucatecos –observada en 1842 por el explorador estadounidense John Lloyd Stephens– que consistía en blanquear la calavera del difunto exponiéndola al sol y escribirle con pintura su nombre en la frente con el propósito de recordarle.

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