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Vivía en Calotmul y estudiaba en el Campus de la UADY en Tizimín cuando escribí mi primera novela: Teya, un corazón de mujer; gracias a una beca de Fonca, realicé una estricta investigación periodística sobre el personaje que dio vida a Emeterio Rivera. Mis críticos literarios me han preguntado la razón por la que Emeterio tuviera un especial gusto por los papadzules, la respuesta es sencilla: de todos los platillos de Yucatán, el que más disfruto es precisamente esta joya culinaria y, si a mí me agradan, seguramente a él por eso le gustaban.

Una docena de papadzules son los que Teya, su madre, le tenía preparados como almuerzo el día de su muerte; al enterarse de su asesinato, la mujer, presa de una furia incontrolable, toma el plato con el alimento y lo avienta al patio de su casa.

Ese arrebato fue el único que realizó esta mujer que vivió toda su vida esperando la noticia de la muerte de su amado vástago. No lloró, ni una lágrima salió de sus ojos: “Ya lo he llorado toda una vida”, fue su justificación.

Arturo Arias, uno de mis benevolentes críticos literarios, hace ya algunos años me invitó a la Universidad de Texas y me preguntaba el significado de que la pepita de calabaza molida, el epazote, los huevos, tomate y tortillas, ingredientes de este manjar de dioses, fueran arrojados a la tierra desnuda. Realmente para mí carecía de significado, a lo mejor el gusto personal que siento por esta comida sea la razón de que la madre de Emeterio la ultrajara de esa manera. Arias interpretó la acción como la fertilización de la madre tierra, sí fue así, no existió intención de hecho. Lo juro. Bueno, en uno de sus viajes de estudio por estas tierras lo convidé a comer papadzules preparados con la receta de mi madre, el agasajo fue mayúsculo: “Ahora sé porque a Emeterio le gustaban”, dijo a manera de excusa.

No solamente el buen Dr. Arias se ha convertido en un fan destacado de esta joya gastronómica única de marca yucateca, otros correligionarios nacionales y extranjeros me han preguntado por la exquisitez de esta comida de procedencia humilde y mestiza. Sin tener evidencia, digo que solamente en este estado se dan las calabazas con semillas de ese sabor que embriaga el paladar.

Recuerdo que, cuando niña, mi madre nos mandaba a buscar en los basureros que siempre se encuentran en los cabos de los pueblos mayas las calabazas que se extienden sin pudor entre la maleza que los circunda. Nosotros no sabíamos que eran tiempos de vacas flacas, lo único que sí sabíamos era que las calabazas tiernas, cuando se cocinaban con un poco de manteca, daban ganas de que nunca llegaran las vacas gordas.

Hasta el día de hoy, cuando degusto media docena de papadzules, siento el olor de mi niñez.

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