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El pasado miércoles, durante la entrega del informe de la presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos al pleno de la Comisión Permanente del Congreso, Porfirio Muñoz Ledo, que es vicepresidente de la Mesa Directiva, pidió hacer uso de la palabra y exhibir un video de los actos de violencia realizados por la Guardia Nacional contra inmigrantes centroamericanos. La presidenta de la mesa puso a votación la solicitud y fue rechazada por la mayoría de legisladores, de Morena. Si bien este rechazo no deja de sorprender, tanto por la relevancia del diputado en cuestión, como por tratarse de su propia bancada, su explicación está a la vista. La víspera, el parlamentario reprobó duramente la actuación de la GN en la frontera sur, llamándola “salvaje agresión”, haciendo énfasis en la violación de derechos constitucionales de las víctimas. Su postura, desde luego, generó rechazo en el segmento más presidencialista de sus compañeros, que optaron por impedir el debate que se abría.

Más allá de su carácter autoritario, el gesto exhibe la falta de perspectiva política de sus autores. Si bien en lo inmediato el uso de la mayoría de la asamblea impidió que se cuestionara directamente a la presidenta de la CNDH, ahí presente, quienes tomaron la decisión perdieron de vista algo obvio. A diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX, lo que se dice, o deja de decir, en el recinto parlamentario se difunde por todo el país. Esta difusión es actualmente, además, instantánea y masiva. De esta forma, el servicio que se pretendía prestar a la funcionaria: evitar que se generara una imagen de disenso en cuanto a su desempeño, no solo no se logró, sino que se generó precisamente todo lo contrario.

La realidad es que el grueso de la población presta poca, si alguna atención, a los debates legislativos. Bajo esta dinámica, la intervención de Muñoz Ledo hubiera tenido eco principalmente entre actores políticos y sociales vinculados específicamente al tema a discusión. Sin embargo, una vez que la crítica, y los hechos mismos, son objeto de censura en el espacio cameral, la atención sobre ellos del público en general se multiplica, y llega a ciudadanos que de otra manera quizá ni se hubieran enterado del debate.

Seis presidentes (hasta donde alcanza mi memoria) se enteraron en público de que a Porfirio no se le puede callar (Andrés lo sabía de muy atrás). Esto es así no solo porque materialmente no es posible lograr que deje de hablar, sino porque dice -casi siempre- cosas pertinentes, que pueden voltear debates críticos, o volar en mil pedazos planteamientos de otros actores políticos, sean adversarios o aliados.

En esta ocasión, una vez más, sus censores lograron darle el instrumento con el que Muñoz Ledo más hábil y poderoso es: un gigantesco megáfono nacional.

Afortunadamente.

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