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En estos complicados tiempos, entre pandemias, temblores y polvos saharianos, el debate sobre la libertad de expresión ha vuelto a cobrar interés. Por momentos, éste se polariza entre quienes piensan que el derecho en cuestión debe ser casi absoluto y quienes sostienen que la ofensa y el insulto, en especial cuando recaen sobre personas o grupos vulnerables, deben ser eliminados del espacio público.

Mas allá del debate general, distintas expresiones particulares parecen exhibir la complejidad real de los derechos en conflicto. Por ejemplo, nadie objeta el derecho de los ciudadanos a criticar a sus gobernantes ¿incluye esto el derecho a insultarlos? La respuesta práctica es que sí. Los ciudadanos insultamos en público y privado de manera rutinaria a los políticos cuyas acciones reprobamos. Las planas de los periódicos están llenas de caricaturas cuya crítica puede alcanzar niveles realmente agresivos, y eso no motiva su supresión o sanción. Pero ¿qué pasa cuando esas burlas apuntan a características personales del político? Su estatura, su acento, su color de piel, su sexo, su edad. Todas esas condiciones han motivado el escarnio de gobernantes de distintos signos políticos en contextos diversos. ¿Son ilegítimas por aquello de lo que se burlan? ¿Son legítimas por la posición de poder de sus blancos? ¿Tiene que decidirse caso por caso? ¿Lo que se vale decirle a un político se puede también decir de un particular?

La prescripción constitucional al respecto parece ser insuficiente para terminar este debate. Al parecer, los criterios de la población son cambiantes dependiendo de la afinidad de cada quién con el objeto de las expresiones ofensivas, algo así como si se las merece o no. Esta valoración suele combinarse, en distintas formas, con el criterio de que hay cosas de un obligado respeto general que debe limitar el derecho a expresarse.

Me parece que, llegada a este punto, la discusión tiene que mirar hacia atrás, al proceso de surgimiento de la libertad de expresión, para entender tanto su necesidad como sus alcances. Por las relaciones de poder a las que se opuso, esta libertad ampara, en principio, a personas y grupos frente a poderes capaces de acallarlos. Los complejos límites y superposiciones de distintos poderes públicos y privados, junto con contradicciones sociales de todo tipo, sin embargo, llevaron a desarrollar el derecho en cuestión como la necesidad social de permitir la más amplia diversidad de visiones de la realidad, dado que éstas dibujan, finalmente, distintos criterios sobre la construcción del futuro de la sociedad. A esta necesidad se subordina la sensibilidad de personas y grupos que puedan sentirse ofendidos por lo expresado.

Más aún, la libertad de expresión ampara, fundamentalmente, el derecho a ofender: si el discurso protegido no ofende a nadie, no necesita esa protección.

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