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Yo conocí a un niño llamado Simón, vivía en la calle donde crecí. Recuerdo que un día camino a la escuela, se tropezó con un sueño que venía confundido con el polvo. Me contó al llegar a casa, que después de reponerse, un tanto extrañado, tomó aquel sueño perdido y lo miró con atención, le sacudió la suciedad y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. A partir de entonces comenzó a observar el viento, la lluvia y el vuelo de la luz del sol todos los días por si se encontraba algún sueño olvidado o casi muerto.

Llegó a juntar sueños de color morado, mostaza, azul celeste y hasta con puntos de color rosa. Algunos brillantes, otros redondos, alargados y chiclosos. Lo cierto es que poco a poco los sueños comenzaron a hacerse más pequeños. Al principio, Simón, pensó que lo hacían para darle lugar a los otros sueños que llegaban. Pero, pronto se percató que no sólo disminuían de tamaño sino también de color hasta hacerse transparentes y desaparecer.

Alarmado, después de cobijarlos, humedecerlos y contarles historias, Simón se dio cuenta que los sueños no pueden vivir encerrados. Entonces surgió su idea. Sacó una mesa a la puerta de su casa y comenzó a ofrecerlos a los vecinos que pasaban.

Las personas, al principio, lo veían extrañadas. Nadie se acercaba. Pero al pasar de los días, tal vez por curiosidad o por necesidad de renovar los sueños viejos que se han guardado por mucho tiempo, los vecinos fueron acercándose a la mesa de Simón, hacían fila para comprarle alguno que les siente bien, sin importarles si aquellos sueños hubieran sido usados o desechados por otros.

Simón envolvía los sueños con plástico transparente y los coronaba con un gran moño de plata. Si algún sueño resultaba fallado y no tenía compostura, los intercambia entre los inconformes, que nunca faltaban. Muchas veces lo ayudé a repartir sueños en mi bicicleta, cuando era necesario, a las señoritas Cortés, unas hermanas que nunca salían de casa ó a don Sauro en la prisión.

Ha pasado ya mucho tiempo de eso, en verdad. Casi había olvidado que cuando quedaban sueños que nadie quería, Simón y yo los atendíamos hasta que se desvanecieran en el tiempo, escuchábamos sus historias, a penas susurros ahogados de los miedos, deseos y angustias de sus últimos dueños quienes los dejaron escapar, los olvidaron en alguna parte o los corrieron de sus vidas. Simón los tomaba entre sus manos antes de que desaparecieran y yo escribía. Escribía sus historias y las guardaba en esta caja de madera que creí ya no existía y encontré arreglando el sótano de la vieja casa de mi madre. Antes de que el tiempo también a mí me gane, las contaré aunque estén inconexas, inconclusas o borrosas. Tal vez alguien las reconozca y pueda completarlas.

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